Editorial
Manto púrpura
"Te voy a entrevistar pero no la van a publicar",
me dijo un colega periodista cuando me entrevistó sobre mi libro "Manto
púrpura: pederastia clerical en tiempos del
cardenal Norberto Rivera". Era la continuación de un cerco de silencio en
contra de las víctimas de abusos sexuales de sacerdotes en México y contra
quienes les dábamos voz y espacio en los medios.
Hace 23 años
cuando cubría el Vaticano para la Revista Proceso las historias de las víctimas
de curas pederastas fueron un golpe fuertísimo para mi. Primero porque soy
católica y sigo siéndolo a pesar de todo (Dios no tiene nada que ver con estos
criminales con sotana) y luego porque había un total desprecio de las
autoridades eclesiásticas contra ellos, la mayoría hombres, algunos de 60 o 70
años.
Allí empecé a
tirar del hilo de la investigación, primero centrado en el cura pederasta por
antonomasia de la Iglesia católica: Marcial Maciel, fundador de los Legionarios
de Cristo con decenas de víctimas, no todos ellos dispuestos a hablar, y luego
con cientos de víctimas de decenas de curas, algunos, auténticos depredadores
sexuales con sotana.
Para mi sorpresa,
la red de víctimas agredidas sexualmente se iba extendiendo. Crucé el Atlántico
rumbo a Estados Unidos, donde fui corresponsal y cubrí el drama migratorio,
pero el tema de los abusos sexuales de sacerdotes me perseguía allí donde iba.
Un día, reportando
en Los Ángeles, California, uno de mis entrevistados me contó una historia de
un cura pederasta mexicano Nicolás Aguilar que había violado 28 niños en tan
solo 18 meses y luego fue ayudado a escapar por el cardenal Roger Mahony en
coordinación con el cardenal Norberto Rivera. Fui tirando del hilo conductor de
la investigación y de pronto, tenía cuatro, ocho, doce víctimas del padre
Nicolás.
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