*Puede
ser también un trabajo el hecho de cavar una fosa para enterrar el propio
cuerpo
*Lee
Ho-Cheol, Invitación a la fiesta de cumpleaños
Por
Mariana Orantes/Bajo
Palabra
István
Örkény, escritor húngaro del siglo pasado, en sus Cuentos de un minuto relata
un episodio que ocurre durante la segunda guerra mundial: el doctor K. H. G.,
germanófilo experto en literatura, está cavando una tumba. Un guardia alemán
supervisa al doctor K. H. G, quien le pregunta —en perfecto alemán— si conoce
al escritor Hölderlin. “¿Quién era ese?” es lo que obtiene por respuesta. Así
continúan un breve diálogo que involucra a otros escritores del romanticismo
hasta que una bala termina con la vida del doctor K. H. G. quien, no lo
olvidemos, estaba excavando la que sería su tumba.
“Empezamos
a cavar nuestras fosas”. Con esta frase abre el relato Invitación a la
fiesta de cumpleaños de Lee Ho-Cheol, quien durante su juventud fue
reclutado por el ejército de Corea del Norte para pelear en el frente sur. Él,
al igual que István Örkény y muchos otros escritores, saben qué secuelas, qué
daños, qué heridas abiertas deja cualquier guerra. Y también saben qué
mecanismos son desarrollados para torturar física o mentalmente a soldados y
prisioneros.
En
el cuento Invitación a la fiesta de cumpleaños el autor Lee Ho-Cheol
cuenta la anécdota desde el punto de vista del hermano menor Wankyu durante la
fiesta de cumpleaños del hermano mayor Sungkyu. Ambos hermanos vivieron la
experiencia de cavar su propia tumba y ahora relatan lo sucedido a un grupo de
amigos. Y aunque el lector sabe que al final lograron sobrevivir de alguna
forma, no puede dejar de leer el cuento con miedo y asombro. Lee Ho-Cheol no
busca sólo impresionar por medio de la anécdota pura, sino analizar los
mecanismos de la violencia y celebrar la vida de sus personajes.
Pero
¿Qué pasa cuando un hombre es obligado a cavar su propia tumba? ¿Qué extraño
ritual se desarrolla entre quien va a morir, el ejecutor y la tierra que se
excava? En el relato de Lee Ho-Cheol la tensión está dispuesta gracias a tres
elementos que valen la pena analizar.
I.-De
la tierra vienes y a la tierra debes retornar
Los
muertos son legión que habita bajo nuestros pies. Se calcula que por cada
hombre vivo sobre la tierra hay veinticinco cadáveres. Aquella legión tiene por
casa el montículo que se levanta sobre su tumba: “polvo eres y al polvo has de
volver”. Si creemos en la frase “lo que es arriba es abajo” sabemos que la oposición
simbólica del cielo es la tierra. En el principio era el caos informe donde se
mezclaban las aguas con la tierra, hasta que Dios separó las dos materias
primigenias. La vida nace de la tierra, los seres se nutren con su semilla,
ella es la gran madre y sólo ella puede reclamar la vida: “Desnudo salí del
vientre de mi madre, y desnudo he de volver allá”.
Después
de la expulsión del paraíso, Dios condenó al hombre a ganarse el pan con el
sudor de su frente, es decir, a trabajar la tierra. Y con ello quedamos
asentados simbólicamente: sobre la tierra, el hombre. Bajo tierra, el mundo
subterráneo. Arriba, Dios, el empíreo y el mundo de las ideas.
Esta
simbología responde a los arquetipos que compartimos y que son inseparables de
los mitos y los ritos. Por ejemplo, si la idea arquetípica de que la tierra es
el seno primordial (de ella venimos y hacia ella vamos) nació con la mera
observación (la putrefacción de un cuerpo), la misma idea con el paso del
tiempo adquiere carácter mítico al desarrollarse dentro de una épica, como la
historia de las estaciones está ligada al rapto de Perséfone. De los mitos de
la tierra nacen también sus ritos: un ejemplo son los funerales y los
entierros.
La
princesa Marie Bonaparte, destacada alumna y protectora de Sigmund Freud, desarrolló
la teoría de que las personas cuando entran en el horror de la guerra, tienden
a desarrollar mitos y ritos que muchas veces permanecen en el inconsciente
colectivo. Pero aquellos mitos, dice la princesa Bonaparte, en realidad tienen
su base en otros mitos más antiguos y apelan a arquetipos humanos universales,
acentuados en tiempos de crisis, violencia, terror y guerra.
Es
decir, la idea de que el prisionero tenga que cavar su propia tumba se ha
convertido en un rito de guerra representado en todo el mundo: desde los judíos
en campos de concentración que fueron obligados al ritual, los prisioneros
chiitas del Estado Islámico, pasando por los coreanos que describe Lee
Ho-Cheol, hasta México y su absurda y sin final guerra contra el narcotráfico. Al
ser un rito, tiene su antecedente arquetípico: la víctima debe trabajar la
tierra, no para vivir de ella (como fue el pacto con Dios), sino para morir en
ella. De la tierra vienes y a la tierra debes retornar.
II.-
Yo no sé, sólo sigo órdenes superiores
Saturnino,
tribuno del pueblo, ha propuesto ante el senado una ley injusta. Quinto Cecilio
Metelo el Numídico es el único senador que se opone a la ley de Saturnino.
Saturnino triunfa, su ley es aprobada y Metelo, al estar contra la ley, es
castigado con la pena impuesta a quienes no la reconozcan. Mientras Metelo el
Numídico es conducido al suplicio, dice: “es fácil y cobarde hacer el mal. El
hombre virtuoso es aquel que hace el bien a pesar de saberse en peligro”. Como
quedó registrado en la historia, la cosa no terminó bien para el senador Quinto
Cecilio, quién se dice murió envenenado pese a ser muestra viva de virtud.
¿Quién, en este mundo, estaría dispuesto a seguir el camino del hombre
virtuoso? No hacer el mal no implica que se haga el bien.
En
la era prehistórica, cuando por accidente un cavernícola descubrió el esqueleto
del formato para pago en Hacienda y nuestros antepasados revelaron la divinidad
burocrática acéfala con cientos de brazos, se inventó una gran defensa ante las
atrocidades cometidas: “yo sólo seguía órdenes”. La responsabilidad del acto
fue entonces transferida a la figura de superioridad más ad hoc: lo asesiné
porque así lo dicta el libro sagrado, la maté porque el rey dio la orden, lo
arrojé por la ventana porque el patrón me lo ordenó. Seguir órdenes no implica
que no se haga el mal.
La
violencia es algo que ocurre y turba aquello que se encuentra dentro de su
radio de acción. La violencia es un instante que marca, algo que irrumpe la
aparente calma y tiende a ser veloz. La aplicación concienzuda de la violencia
—como algunas formas de tortura— con sus mecanismos diseñados, imaginados y
pensados de manera fría y lógica, buscan expandir la acción violenta, es decir,
que el sufrimiento causado por la violencia se prolongue. Por ejemplo, si vas a
matar a un hombre, nada te cuesta dispararle y ya. En cambio, si decides
aplicarle el suplicio chino de los mil cortes, la violencia ejercida a su
cuerpo se prolonga así como se prolonga el sufrimiento. Ante la violencia
impuesta por un estado en guerra escasean los hombres que vayan en contra de
aquellas leyes asesinas, tal como en el ejemplo del senador Metelo y la ley
tiránica de Saturnino.
¿Quién
sería capaz de obligar a un hombre a cavar su propia tumba? Yo no sé, sólo
sigo órdenes superiores, es la frase que dice el sargento que vigila a los
hermanos Wankyu y Sungkyu en el relato de Lee Ho-Cheol. De tal forma que el
verdugo, dentro del ritual de guerra que supone el que un hombre tenga que
cavar su propia tumba mientras otro lo obliga, no sólo transfiere su
responsabilidad a un poder superior (llámese general o estado) sino que también
transfiere responsabilidad a la víctima de su propia muerte: ¿por qué tendría
yo que cavar la fosa de un enemigo? Y existe otro mecanismo más perverso pues la
víctima es quien decide el tiempo y la forma al momento de cavar su propia
tumba, y por lo tanto, su finalización y la de su vida. Es de una cobardía
similar a la de quien arroja un animal no deseado a la carretera, a sabiendas
de que no va a sobrevivir pero sin tener el valor de quitarle la vida.
III.-
La tristeza de saber el día de tu propia muerte
Cuentan
—pero Alá es más sabio—, que la bella Scherezada al ver su vida en manos del
sultán Schariar, quién tenía la costumbre de casarse por la tarde y ejecutar a
su nueva esposa al amanecer, decide contar una historia inconclusa que pique la
curiosidad del sultán y le permita conservar su vida. Las historias continúan
durante lo que parecen ser mil noches y al final el sultán le perdona la vida a
Scherezada. Al saber que su vida iba a llegar a su fin en un tiempo determinado
(de la noche al amanecer) ella decidió alargar el tiempo con las historias. De
alguna forma ella tuvo un control azaroso sobre su vida y su muerte.
Cuando
los hermanos Wankyu y Sungkyu están cavando la fosa donde serán ejecutados,
algo los empuja a realizar el trabajo: la fuerza de la vida. Es decir, la
voluntad de vivir es más fuerte que el despropósito que implica el abandonarse
a la muerte. Cualquier cosa puede pasar mientras se cava una fosa. En cada
palada habita la esperanza de que llegue alguien y detenga la ejecución; de que
le caiga un rayo al verdugo; de que llegue corriendo un hombre con el soberano
perdón de un alto mando o simplemente que por alguna razón no tenga lugar el
destino marcado.
Uno
de los asistentes a la fiesta de cumpleaños de los hermanos Wankyu y Sungkyu
con gran tino dice: “—Pues yo pienso que ustedes podrían haber noqueado a ese
sargento y huir, ¿no?”. Y tiene razón: cualquier persona hoy, sentada
cómodamente en el sillón de su sala mientras come papas fritas, se toma un café
o se fuma un cigarrillo, puede pensar eso. Sin embargo una persona en una
situación de guerra que ha sido sobajada ante la autoridad de otro, no
reacciona así. Mucho menos en una situación que involucra a otras personas. Por
ejemplo, el escritor serbio Danilo Kiš relata que su padre casi muere cuando
dos soldados nazis formaron a muchos presos frente a un río congelado y uno a
uno los fueron ejecutando. Por suerte para el padre de Danilo Kiš, en ese
momento eran tantos cadáveres que ya no cabían más y decidieron detener la
ejecución justo al llegar a él. Muchos pueden exclamar: pero si eran tantos
como para llenar un río, y los soldados alemanes sólo eran dos ¿por qué no se
rebelaron contra ellos e intentaron escapar? Lo que no ven es cuánto habían
sido deshumanizados los prisioneros para entonces.
Además,
siempre nace la duda: ¿quién empieza? Es decir, para que una revuelta tenga
lugar alguien debe dar el primer paso pero ¿quién lo va a hacer? Nadie quiere
ser el primero. Y así, con pasividad, podemos resignarnos a la muerte.
Ahora,
en el cuento de Lee Ho-Cheol, el problema se complica: son dos personas, sí,
pero son dos hermanos. Es decir, si uno se precipita e intenta atacar al
sargento, seguro acabará muerto. ¿Quién quiere ver morir a su hermano?
Las
abuelitas con su sabiduría popular no dejan de recordarnos, cuando algo estamos
haciendo mal, que “cavamos nuestra propia tumba”. Las resonancias de este rito
de guerra se han convertido en advertencias cotidianas.
Desde
tiempos inmemoriales el mundo ha conocido el horror de la guerra. Los
escritores que han tenido la desgracia de verse inmersos en las cruentas
batallas y mecanismos de tortura, han dejado constancia de cómo vive el ser
humano y cómo muere durante una situación bélica: han dejado constancia del
miedo pero también de la esperanza; nos han advertido sobre la capacidad para
la crueldad que tienen algunos, pero también nos han recordado la bondad de
otros.
Örkeny
nos habló, por ejemplo, de cómo es asesinada la educación y cómo muere la razón
en manos de la barbarie, de órdenes crueles seguidas al pie de la letra sin
reflexión. Por otro lado, el cuento de Lee Ho-Cheol nos da una celebración de
la vida en la antesala de la muerte. La verdadera fiesta de cumpleaños de los
hermanos Wankyu y Sungkyu es el renacer a una nueva vida después de la guerra,
renacer de la tierra misma después de cavar la propia tumba.
Mariana
Orantes (Ciudad de México, 1986) es escritora y traductora. Participó en la adaptación
de la obra “Rey Lear” (Teatro UNAM, 2013) y en el montaje de la ópera “El
emperador de la Atlántida” (FIC, 2013), ambas bajo la dirección de Hugo
Hiriart. También colaboró en la dramaturgia del performance Desaparecer: una
reflexión sobre la desaparición forzada en México y España (NeuroDrama AC
2015). Es autora del libro para niños “Érase una vez en Los Beatos” (CONAFE,
2011), los libros de ensayos “Huérfanos” (BUAP, 2015) y “La pulga de Satán” de
próxima aparición. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo
Nacional para la Cultura y las Artes y de la Fundación para las Letras
Mexicanas.
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