Editorial
La verdad, ese objeto
de nuestro falso deseo
Lo
juro que no comprendo qué espera la gente cuando quiere que se le diga la
verdad respecto a algo. Estoy convencido de que la verdad es un cálculo hecho
para ser aceptado por el otro, para no ser condenado por quien la solicita y
juzga. Porque la verdad perfecta es un monstruo, una entidad feroz que
decepciona y decapita. La esposa nunca debe saber por qué en realidad el marido
se fue con otra, al menos que tenga la intención de herirse aún.
Es
más, ni siquiera pienso que el marido sea capaz de confesar para sí por qué
cambió el filete por el pellejo, pues no querrá, no podrá admitir francamente
su gusto por la miseria o lo fácil, porque exige de sí una imagen superior a su
existencia insoportable.
El
discípulo no debe preguntarse por qué el maestro no cumplió la enseñanza y
viceversa. La verdad no existe en esta Tierra simplemente porque lo sustancial
es devastador. ¿Cuántas veces ha exigido la verdad a su pareja o a sus hijos, a
un subordinado en el trabajo, y qué es lo que ha obtenido? Sólo el placebo
moral, la sensación de imponerse y establecer un orden que existe nada más en
la realidad sobrepuesta de un sistema.
Ninguna
maestra que haya inquirido los motivos por los que no se cumplió una tarea ha
tenido una respuesta en serio verdadera, porque ningún alumno se atreve a decir
“porque me gana la nada y el vacío”, “porque no puedo conmigo”. La verdad es
grotescamente irracional. No me explico que en el primer grado de primaria yo
haya suplicado a mis padres que me cambiaran de salón porque la maestra era una
enojona y hostigadora, y que al segundo día de mi salvación haya regresado
ciegamente con la bruja. ¿Qué sucedió ahí?.
No
hay una verdad coherente para el caso. Es que la verdad vive en un limbo y sólo
la conciencia alterada o elevada puede atisbarla, pero pronto se cierra el
portal. Dudo que alguien en la vida pueda enunciar una verdad rotunda.
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