viernes, 26 de febrero de 2016

La verdad, ese objeto de nuestro falso deseo

Editorial
La verdad, ese objeto de nuestro falso deseo
Lo juro que no comprendo qué espera la gente cuando quiere que se le diga la verdad respecto a algo. Estoy convencido de que la verdad es un cálculo hecho para ser aceptado por el otro, para no ser condenado por quien la solicita y juzga. Porque la verdad perfecta es un monstruo, una entidad feroz que decepciona y decapita. La esposa nunca debe saber por qué en realidad el marido se fue con otra, al menos que tenga la intención de herirse aún.
Es más, ni siquiera pienso que el marido sea capaz de confesar para sí por qué cambió el filete por el pellejo, pues no querrá, no podrá admitir francamente su gusto por la miseria o lo fácil, porque exige de sí una imagen superior a su existencia insoportable.
El discípulo no debe preguntarse por qué el maestro no cumplió la enseñanza y viceversa. La verdad no existe en esta Tierra simplemente porque lo sustancial es devastador. ¿Cuántas veces ha exigido la verdad a su pareja o a sus hijos, a un subordinado en el trabajo, y qué es lo que ha obtenido? Sólo el placebo moral, la sensación de imponerse y establecer un orden que existe nada más en la realidad sobrepuesta de un sistema.
Ninguna maestra que haya inquirido los motivos por los que no se cumplió una tarea ha tenido una respuesta en serio verdadera, porque ningún alumno se atreve a decir “porque me gana la nada y el vacío”, “porque no puedo conmigo”. La verdad es grotescamente irracional. No me explico que en el primer grado de primaria yo haya suplicado a mis padres que me cambiaran de salón porque la maestra era una enojona y hostigadora, y que al segundo día de mi salvación haya regresado ciegamente con la bruja. ¿Qué sucedió ahí?.

No hay una verdad coherente para el caso. Es que la verdad vive en un limbo y sólo la conciencia alterada o elevada puede atisbarla, pero pronto se cierra el portal. Dudo que alguien en la vida pueda enunciar una verdad rotunda.

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