*México la crisis de
la prensa escrita parece menos grave que en otros países
Por Jesús Silva-Herzog
Márquez
En 1888 Emilio Rabasa
publicó El cuarto poder, su novela sobre el periodismo y la
política en México.
Juan Quiñones, el protagonista, se despierta en la ciudad de México.
No tiene dinero pero
tiene relaciones. No tiene preparación pero tiene contactos. Su amigo Sabás
Carrasco trabaja en La Columna del Estado y le ofrece trabajo como periodista.
Sorprendido de la oferta, Quiñones le advierte que no conoce el oficio. No ha
sido reportero y no ha escrito más que las tareas de la escuela y alguna carta.
No confía en su ortografía ni en su redacción. Carrasco se ríe. Para ser
periodista, la experiencia no es requisito. Le explica así los pormenores de la
tarea:
Al principio mucho
miedo, mucha vacilación, mucho escribir y tachar y volver a escribir; pero en
cogiéndole el modo y tomando confianza, vemos que es muy sencillo el trabajo.
El periódico es gobiernista y, vea usted, a mí me gustaría más que fuera de
oposición, porque eso es más bonito y tiene más interés y hasta es más fácil.
Pues bueno: ya se sabe que nuestra regla es defender al Gobierno, elogiar sus
actos, aplaudir todas las disposiciones, y cuando la materia de estas es de
esas muy enredadas que no se entienden, se escribe en términos generales. Por
ejemplo, se trata de una ley sobre la deuda pública, o sobre cosa semejante,
que yo no entiendo, ni siquiera leo, porque es larguísima y cansada. Pues
entonces digo que los beneficios de la ley son innegables, y que demuestran la
clara inteligencia, profundos conocimientos y patrióticas miras del ministro
del ramo; que ya se hacía indispensable esa ley para el sostenimiento del
crédito nacional, y otras frases así, amplias y que sin duda vienen como de
molde. A veces se ve uno en ciertos compromisos, pero sale uno como puede.
Quiñones sigue con
dudas sobre la oferta. Reconoce que la secuencia de las palabras no es lo suyo.
“Por lo menos sería preciso estudiar algo de gramática.” ¿Para qué?, le responden.
El periódico nunca ha tratado cuestiones gramaticales.
La novela, más rica
por sus viñetas que por su relato, resulta previsible, a diferencia de la obra
que le sirvió de modelo, Las ilusiones perdidas, de Balzac. El improvisado
periodista se vuelve faro de la crítica nacional. Su diario cambia de giro y se
convierte en periódico opositor, siguiendo el mismo manual. Después de haber
ensayado todos los elogios al gobierno, se ejercita en la denuncia más radical.
Mientras más ruda es la crítica a los políticos, más elogios recibe el héroe de
la pluma valiente. El diario terminará regresando a la causa gobiernista:
“oscilaciones de la opinión pública”.
Rabasa pinta las
raíces de la economía política del periodismo mexicano. Lejos de la santificación
liberal de la prensa como el faro de la verdad, el sustrato moral de la crítica
o la leche de la ciudadanía, la prensa es otro charco de la corrupción y la
improvisación. Un foco que contagia mentira y que resguarda el interés de los
poderosos. Un periodismo patrocinado por la clase política, seguido sólo por la
clase política. Un periodismo sin profesionales, sin lectores y, por supuesto,
sin anunciantes.
Pensando en el caso de
Estados Unidos, Paul Starr sugiere [véase su ensayo publicado en esta misma
edición] que el profesionalismo periodístico se fundó en el encuentro de la tecnología
y el mercado. El periódico es producto de máquinas veloces que logran grandes
tirajes y espacio para comunicar a compradores y vendedores. El adelanto de las
imprentas, el abaratamiento del papel y la tinta permiten a un hombre comprar regularmente
su edición por la mañana. Al leer el periódico del día puede conocer eventos y
ofertas; informarse del clima y publicitar su negocio; participar en un debate político
y encontrar trabajo. Ese encuentro, subraya el sociólogo de la prensa, no es solamente
crucial para la fabricación de un producto sino para el cultivo de una
profesión. La vastedad de los apetitos y curiosidades conduce a la fórmula del
diario tradicional. Los lectores querrán información de la política local y
conocer los precios de las naranjas.
Querrán previsiones
sobre la inflación y los resultados del futbol; los horarios del cine de la
esquina y crónicas de la guerra en la región más apartada. El periódico fue,
durante mucho tiempo, el concentrador de información por excelencia.
El periódico
financiado por un amplio abanico de anunciantes contrasta, pues, con el diario
de patrocinadores. A decir verdad, lo que Rabasa pintaba a finales del siglo
XIX no es del todo prehistoria. Si bien hay periódicos que han logrado dar el
brinco empresarial y financiarse en una diversidad de anunciantes privados,
subsisten los diarios de patrocinio.
En la ciudad de México
sobreviven una infinidad de diarios de diminutos tirajes. Pocas ciudades tienen
tantos periódicos. Un sinfín de títulos para un manojo de lectores.
Existe un circuito de
la prensa tradicional que permanece bien encapsulado frente a las transformaciones
de la técnica y el mercado. Un círculo para el que internet o la crisis económica
son fenómenos que suceden en otra galaxia. Sorprende que mientras se anuncian
defunciones de periódicos en todo el mundo, en el Distrito Federal aparezca, en
estos días, uno nuevo. Sorprende más el descubrirlo desnudo de anunciantes. En
su edición del miércoles 17 de junio el periódico La Razón tenía dos insertos
publicitarios. Uno es una página doble en la sección central; el otro aparece
en un pequeño recuadro de las páginas finales. Nada más. Apenas tiene un remedo
de página en internet. Parece, pues, que sigue habiendo espacio para periódicos
sin comunicación con el mercado, sin necesidad de emplear los dispositivos
tecnológicos para comunicarse con lectores y empresas. Eso sí, la radio da
cuenta del contenido de su portada, mientras las agencias fotocopian sus
artículos para el consumo de la clase política.
No quiere decir esto
que los periódicos mexicanos floten por encima de la crisis universal de los
periódicos. Nuestros diarios enflacan, los suplementos culturales desaparecen;
se clausuran corresponsalías en el extranjero, las notas se comprimen. No hemos
visto, como en Estados Unidos, el obituario de un periódico publicado en el
mismo diario. Pero hemos visto un severo adelgazamiento y un terco avance de la
superficialidad. Parece que los diarios mexicanos aún no aciertan a conectarse
de buena manera con internet.
Reforma, por ejemplo,
es uno de los pocos periódicos en el mundo que sigue cobrando por el ingreso a
sus páginas. Los grandes diarios tienen sus portales y buscan afanosamente
exprimir el medio pero no consiguen aprovechar sus posibilidades ni han descubierto
el modo de financiarlas saludablemente.
Una lluvia de informes
baña todo el tiempo al habitante del presente. Por el radio, por la televisión,
por internet, por correo electrónico, por las redes sociales, por su teléfono recibe
un intenso bombardeo de noticias. Todo el tiempo alguien habla de algo y transmite
a muchos. La aparición de la comunicación inmediata, el acceso a mil fuentes de
información ha fortalecido en México eso que Vicente Verdú llama
microperiodismo. Los diarios parecen convertirse en notas a pie de foto, breves
comentarios al gráfico a todo color. El 1º de abril de este año The Guardian,
el diario británico, anunció que sería el primer periódico publicado
exclusivamente en Twitter. Como un medio de vanguardia, el periódico anunciaba
su abandono del papel y la tinta e, incluso, del arcaico internet ‘tradicional’:
toda su información sería comprimida en tweets, mensajes de hasta 140
caracteres, disparados al mundo todo el tiempo. Ninguna información merecería
más letras en el nuevo medio. Ninguna información, por compleja que fuera,
necesitaría más de 140 signos. Ningún segundo estaría vacío de nueva
información. Los distraídos no se percataban de que la noticia era una broma
para inocentes publicada precisamente en April Fools. Pero no había ninguna
tontería en el chiste: llevaba al extremo la obsesión por comprimir que define
al periodismo de hoy y quizás a la cultura contemporánea: comunicación en
perpetuo goteo.
Muchos estudios
mercadológicos justifican la manía de la brevedad: la gente tiene prisa, quiere
ver la información en lugar de leerla, aborrece el rollo. Se repite que una
imagen dice más que mil palabras. Ahí parece estar la clave de la reinvención
de los periódicos en la era de la superabundancia informativa. Los periódicos
deben reconocer que no son ni volverán a ser la vía exclusiva de la información
pública. En estos tiempos de comunicación instantánea y dispersa, el elefante
no puede competir con la agilidad y la intimidad de otros medios. Puede
competir sólo si parte de su robustez profesional. Si sobreviven, los lectores
de un periódico acudirán a él no en busca de la noticia sino de su análisis, no
en busca de su velocidad sino de confiabilidad.
Aparece así una
tentación periodística: parecerse a los nuevos medios, camuflarse con ellos. La
tentación es poderosa y absurda. El organismo no puede competir con esa nerviosa
energía molecular. La alternativa es emplear los nuevos medios para reforzar la
singularidad profesional del periódico. La abundancia de fuentes y de
informaciones; el raudal de chismes, alegatos, dichos, denuncias contribuye a
percatarse de lo que sucede en el mundo pero también confunde. ¿Qué tan creíble
es el relato del blog? ¿Son confiables los datos publicados en Facebook? ¿Quién
inició la cadena de correos electrónicos que denuncian tal atropello? Intuyo
que el periódico, ese vejestorio, puede insertarse en ese barullo para inyectar
algo de sentido. No silenciará a nadie, pero aportará lo suyo. En el nuevo
ecosistema, sospecho, no será la especie dominante.
Convivirá con nuevos
mecanismos de información y de crítica pero podrá, si se reinventa, incrustarse
en la compleja conversación colectiva como un mínimo referente de confiabilidad
y de profundidad: de profesionalismo.
No ha dado ese salto
el periodismo mexicano, ni en el terreno de la confianza pública ni en la
hondura de sus revelaciones. Los periódicos en México siguen siendo cazadores
de dichos, difusores del rumor. Sus lectores son cultos en discursos,
entrevistas, declaraciones. No sabemos cómo está la pesca pero sí sabemos qué
dice el líder de los pescadores. No sabemos qué pasa con el futbol pero sí lo
que dicen los dueños de los equipos. Como apuntó Gideon Lichfield (“La
declarocracia en la prensa”, Letras Libres, julio de 2000), el periodismo
mexicano ha revelado a la lengua española la abundantísima variedad de
sinónimos de la palabra decir: declarar, sentenciar, afirmar, advertir, confesar,
proponer, observar, explicar, aclarar, notar, indicar, exponer, señalar,
impugnar, criticar, anotar, detallar, manifestar, mostrar, proclamar, censurar,
exponer, formular, enunciar, revelar, evidenciar, acusar, pronunciar,
refrendar, asegurar, determinar, fustigar,
criticar, condenar,
batir. Hemos confundido también el análisis con la opinión. Falta un examen
pormenorizado de nuestros asuntos, información objetiva y reposada, contraste de
versiones, apuntes que ubiquen los hechos en su contexto y referencias históricas
que nos permitan saber adónde vamos o relaciones comparativas para saber dónde
estamos. Sobran opiniones urgentes y juicios fulminantes. No sabemos qué sucede
pero estamos repletos de manifiestos de indignación sobre lo que sucede.
Lejos de pensar en la
obsolescencia del periódico, creo que hoy este resulta más
necesario que nunca
como depósito de rigor y, sí, de prestigio. El sacerdocio que Walter Lippmann
veía en el periodismo parecerá un apostolado absurdo pero sigue vigente. Una sociedad
libre, decía el publicista norteamericano, depende de un periodismo serio porque
necesita distinguir el hecho del rumor. La tecnología propaga información
maravillosamente. Trasmite también un denso consomé de chismes, bobadas y
mentiras. El ciudadano sigue necesitando anclajes para el juicio.
El periódico sirve
para conocer los resultados del futbol, para seguirle la pista al gobierno, para
enterarnos de la aparición de un libro o la visita de un cantante, para
escuchar denuncias, para aquilatar propuestas de partido. También sirve para
limpiar vidrios, para empacar pescado, para proteger vasos en una mudanza, para
recortar palabras para la tarea de la escuela, para hacer una piñata, para
matar mosquitos, para prender una fogata, para calzar una mesa, para recoger la
caca del perro o para formar una espada para niños. Para todos esos usos pueden
imaginarse reemplazos. Para lo que no logro imaginar un sustituto claro es para
esa institución que ofrece un servicio público. En efecto, detrás de un diario
hay una empresa, pero detrás de la empresa debe haber una institución que
entienda la importancia de fundar y cuidar la confianza pública, que tenga un
criterio de lo relevante que vaya más allá de la inmediatez mercantil. Ese
órgano democrático es indispensable para el debate público, para la rendición
de cuentas, para la vigilancia de los poderes. Ya no es el único, desde luego.
Tal vez no sea siquiera el más poderoso, ni el más eficaz. Pero creo que
seguirá siendo muy necesario.
La explosión de los
espacios independientes ha enriquecido enormemente el espacio público. No se
entiende la campaña de Obama sin la red; no se entiende la protesta iraní sin
Twitter, no se entiende la campaña por la anulación del voto en el México de
2009 sin las redes sociales. La política se ha transformado porque la
comunicación es otra, porque la información viaja por otros ductos, porque la
participación encuentra nuevos foros.
Todos esos fenómenos
dan cuenta de la aparición de un nuevo sentido de comunidad política. El mundo
que se teje entre computadoras y teléfonos está transformando la noción de
ciudadanía. Está produciendo un nuevo ciudadano: menos solo y menos apático:
conectado todo el tiempo con otros y, en ocasiones, encendido por el entusiasmo,
sea el de la esperanza o el de la rabia. Pero alguna lección podríamos aprender
de la ecología de los medios expresivos. Lejos de sustituir a un predecesor, la
innovación complementa. Los cines no mataron al teatro; la música grabada no
acabó con los conciertos. Lo mismo podría decirse de los periódicos y la red.
Tras un periodo de ajuste, tras la desaparición de aquello que no logre
adaptarse, los periódicos (sea cual sea el dispositivo en el que se muestren)
se insertarán, a su modo, en la conversación democrática. Siendo otra cosa,
deberán seguir siendo un órgano profesional, relativamente centralizado, que
sistematiza y pondera información, que comisiona investigaciones complejas, que
impone a sus profesionales un código estricto.
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