Por
Jesús Mendoza Zaragoza
Sí,
incómoda ha resultado la actividad pastoral de don Salvador Rangel Mendoza,
obispo de la diócesis de Chilpancingo - Chilapa, sobre todo la relacionada con
la violencia y la inseguridad que han asentado sus reales en amplios
territorios correspondientes a su diócesis. Incómoda para diversos actores
políticos ubicados en el gobierno estatal y federal, y también en los partidos
políticos. Pareciera poco ortodoxa la práctica pastoral de Rangel, tanto en su
discurso como en sus iniciativas relacionadas con la violencia en Guerrero.
La
pregunta que salta a la vista es ¿por qué les causa escozor a los políticos lo
que hace y dice don Salvador? ¿Por qué muestran tanto disgusto, tanto que hasta
lo señalan de estar fuera de la ley? Creo que se pueden destacar algunas
razones.
En
primer lugar, don Salvador ha puesto en evidencia lo que tantísima gente sabe y
dice: que el Estado ha fallado, que el sistema político es cómplice de la
delincuencia, que la así llamada estrategia de seguridad no ha servido ni para
contener la violencia, que la política no funciona bien para este tema, que lo
que en realidad se ve es una estrategia de simulación, que la presencia de
tantos militares y policías en los territorios controlados por el narcotráfico
es inútil. En fin, que no hay Estado de derecho, ese tan invocado por algunos
políticos para descalificarlo. Y ha evidenciado que, de facto, en muchos
lugares son las bandas criminales las que tienen el control del poder.
En
segundo lugar, ha puesto en evidencia que los gobiernos han puesto su atención
en los efectos y no en las causas de la violencia, lo que constituye una
verdadera simulación. La idea de que nos van a devolver la paz con policías y
militares es una falacia, un engaño que ha sido demostrado a lo largo de casi
dos decenios de fracasos. La violencia se ha extendido a casi todos los estados
del país y, prácticamente, a todas las regiones del estado de Guerrero. La
violencia y la inseguridad se han manejado como un problema policiaco que se
resuelve con la represión. Lo es, pero no solo es un problema policiaco. Es,
además, un problema político, económico y social. Con un diagnóstico tan
parcial e insuficiente no se pueden lograr las soluciones que necesitamos. Si
detrás de la violencia están la corrupción y la impunidad, la desigualdad y el
desempleo, el rezago educativo y cultural, y el abandono del campo, no han sido
atendidos estos factores tan decisivos.
En
tercer lugar, persisten prejuicios relacionados con la misión pastoral de la
Iglesia católica y de sus ministros en cuanto que no les toca ocuparse de
asuntos que impactan en la política. Algunos detractores hasta pregonan las palabra
de Jesucristo: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. ¿Qué
no saben que a Jesús lo mataron por incómodo, mediante un amañado juicio
político? Su predicación espiritual tenía un alto impacto político y por eso lo
descalificaron y tramaron su muerte. Eso es lo que pasa con la actividad
pastoral en general. No existe neutralidad política en la acción pastoral. O
favorece o pone en cuestión al poder. Cuando un ministro religioso calla y les
da los políticos por su lado, ellos están encantados porque “no hace política”.
Esa es su lógica. Lo que quiero decir es que lo que el obispo ha estado
haciendo es estrictamente pastoral. Sus iniciativas son las de un pastor
preocupado por la suerte de los pueblos que le toca pastorear. Ha decidido acompañar
a los pueblos desprotegidos aunque esto le cause incomprensiones y ataques de
parte del poder público. Y, debido a su investidura que lo hace más visible, lo
que dice y hace tiene efectos políticos.
Los
encuentros y los diálogos con los capos de la delincuencia los entiende don
Salvador como una medida de emergencia encaminada a evitar más muertes y más
sufrimiento. Son medidas de excepción que buscan disminuir el impacto de la
violencia. Y ha llegado a tomar estas medidas, precisamente, por la ausencia
del Estado en esos lugares. El Estado que debería proteger a la gente no lo
está haciendo y por eso, desde una perspectiva pastoral, busca formas de hacer
menos difícil la suerte de los pueblos que están bajo el poder del
narcotráfico.
Rangel
Mendoza honra su talante de fraile franciscano, que emulando a Francisco de
Asís, se ha dado a la tarea de buscar al lobo, como aquél que asolaba a los
pueblos circunvecinos de Gubbio para que no hiciera más daño a la gente ni a
sus ganados. Rubén Darío, en su “Los motivos del lobo” describe el empeño del
fraile de Asís por aplacar la ferocidad del lobo de Gubbio. Buscar a los capos,
es una forma de apelar a la conciencia de los criminales para que disminuyan el
daño que hacen o, incluso, para que abandonen su práctica criminal. Puede
calificarse esto de ingenuidad o de candidez, pero es un camino que, con todos
sus riesgos, el obispo ha decidido recorrer para construir la paz.
Apelando
al Estado de derecho, las autoridades han insistido que no pueden tener
interlocución alguna con las bandas criminales. Hay que reconocer que dicho
argumento es justo debido a que la ley se los impide. Pero el caso es que en lo
público se invoca al Estado de derecho mientras que se han dado múltiples
negociaciones ocultas de actores políticos con actores criminales. Mientras que
el obispo ventila públicamente sus encuentros pastorales con los capos del
narcotráfico, los políticos que negocian -ya sea por colusión o por
sometimiento- con narcotraficantes lo mantienen en secreto. ¿Dónde queda, pues,
el Estado de derecho?.
Hay
que pensar en la manera de recuperar a tanta gente que está cooptada por la
delincuencia organizada. La justicia es indispensable en este sentido. Pero hay
que ir más allá de la justicia. Hay que restaurar a los pueblos que han sido
golpeados, hay que recuperar a mucha gente que está contra su voluntad
trabajando para las mafias y hay que recuperar a los mismos narcotraficantes.
Para eso, hay que abrir espacio a iniciativas enfocadas a la restauración de
ese amplio segmento de población que está vinculada a la delincuencia. Creo que
esta es la intuición que mueve a don Salvador.
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