*Un
reportero se adentra al mundo de la trata de mujeres en una de las ciudades más
peligrosas del mundo
Por
Alejandro Almazán
Acapulco,
Gro.- La primera
vez que Jarocho me ofreció a una niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso
había ido al Zócalo aquella noche. El tipo, que cuidaba autos frente al
Malecón, se echó la franela al hombro y sonrió de tal manera que los dientes le
brillaron en el oscuro rostro, reventado por el acné. Luego, cuando se dispuso
a traerla de un callejón, dije que no, que mejor volvería más tarde.
—De una vez, brother,
el yate llega a la una de la mañana y ahí vienen gringos ya rucos que se llevan
a las más morritas. Orita hasta te puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo
con cara de “tú me entiendes, no te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo
retortijón en el estómago.
—Regreso antes de
esa hora, nada más no vayas a fallar.
—¿Qué pasó,
brother? Los hombres sabemos hacer negocios. Y como me caíste a toda madre, te
la voy apalabrar pa que te dé un servicio chingón. Ái tú te arreglas con ella
si quieres cosas más perversonas.
Volví después de
que el yate Aca Rey había tocado tierra firme. Entonces supe que Jarocho sólo
era un mero cazador de clientes, que trabajaba para un proxeneta y que la niña
que llevaría esa noche se llamaba Allison. Era adicta a la piedra –esa droga
barata que embrutece más que otras– y no pasaba de los 12 años.
Un día Acapulco se
cubrió de verde y de cerdos salvajes que desafiaban los caminos de tierra. Las
gargantas de los pescadores toltecas cantaban a los dioses, los bambúes
crepitaban con el viento y los mangos petacones engordaban. Mil años después,
los aztecas traerían la plaga hasta que Hernán Cortés y su gente la aplastaron
a su vez con la gonorrea y la virgen de La Soledad.
Luego de 500 años
de ensangrentar destinos, llegaron los grandes edificios a la bahía y
dividieron la ciudad en dos: la cara bonita y el patio trasero. Agustín Lara le
cantó a María Félix, Pedro Infante compró casa y Tintán amó al puerto por
siempre. Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el brazo trajo un racimo de
pedófilos estadounidenses y canadienses que se hartaron de que en Cancún los
señalaran. Ellos fueron los que corrieron la voz y, al poco tiempo, Acapulco se
transformó en el paraíso de la carne más joven.
Desde entonces,
los pederastas acarrearon consigo padrotes intocables, madrotas disfrazadas de
mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del VIH, tendejones para emborrachar a
las niñas, revólveres, pobreza de la que unos se enriquecen, vientres abiertos,
noches para velar a los chicos, home pages para ver el mapa y saber
dónde encontrar niños; hoteleros y taxistas para el trabajo sucio. Rencor y
noches y días de ajetreo.
Han traído hordas
de niños al Malecón, al Zócalo, al canal que lleva las aguas negras a Hornos,
al Oxxo que está rumbo a Telecable, a la Soriana de la Costera, a las canchas
de la CROM, al asta bandera, a Caleta y Caletilla, a la barda del restaurante
Condesa, a la vuelta del salón de belleza Xóchitl, a la calle La Paz, al hotel
Real Hacienda, al puente de la Vía Rápida, al semáforo de Aurrerá, a La Redonda
que todos conocen como Las Piedras de la Condesa, a la playa que Cortés bautizó
como Puerto Marqués, y a los puteros del centro.
Y es por ello que Unicef
califica ya a Acapulco como la ciudad mexicana número uno en lo que a
prostitución infantil se refiere. Ha desbancado a Cancún y a Tijuana.
En estos 1 882
kilómetros cuadrados se concentra casi todo lo que necesita un pederasta:
playas increíbles, droga barata y en cantidades pasmosas, ojos que nunca ven y
bocas que nunca hablan, hoteles 50% off, un bando municipal que
estipula que en Acapulco no se multa a los turistas, prostíbulos donde la
mayoría de edad se alcanza desde chicos, padres que piensan que los hijos son
moneda de cambio, y niños, muchos niños, que por un bote de PVC o un poco de
mariguana están dispuestos a encarar la vida y despistar la muerte con sus
cuerpos.
En las callejuelas
del centro, esas que suben dolorosamente hacia el cielo, está el bar Venus. Es
una construcción vieja de dos pisos, pintada de mala gana. Es de un naranja
parecido con el que Van Gogh pintó el melancólico cuadro The Old Tower in
the Fields. La desvencijada puerta es azul, como si quien la cruzara fuera
directo al paraíso. Pero no: los ventiladores giran sin énfasis, hay mesitas de
lámina extenuada y los clientes son una bola de infelices a los que sólo les
queda emborracharse para combatir el calor y la tristeza. Quizá lo más
deprimente sea la pista donde bailan las mujeres de vientres poderosos: es una
enorme ostra de concreto que arroja luces rojas y verdes. Todo aquello parece
sacado de las películas o de los cómics de Alejandro Jodorowsky.
Mía bailaba en el
tubo como una boa adormecida mientras de la rocola salía la voz de Noelia con
eso de “tú, mi locura, tú, me atas a tu cuerpo, no me dejas ir”.
Mía, que en
realidad se llamaba Ariadna, había cumplido los 14 años el 3 de septiembre
pasado y estaba orgullosa de su edad porque eso le ayudaba a que los clientes se
pelearan por ella.
Intentó sentarse
en mis piernas y la mandé a la silla.
—¿Qué, eres joto?
–preguntó con un hablar pastoso. Ya estaba algo ebria.
—No, pero tienes
la edad de mi sobrina – y Mía miró como si me hubiera vuelto loco. Luego,
ordenó una cerveza mientras enumeró sus reglas:
—Me tienes que dar
40 pesos por estar aquí contigo; con eso ya pagas mi cerveza. Si quieres algo
más, allá atrás hay cuartos. Cuestan 100 pesos y yo te cobro 200. Si quieres
que te la chupe, son 100 más.
—A mí sólo me
gusta platicar, soy reportero.
—Bueno, dame los
40 y platicamos.
Al sacar el dinero
la miré bien: los ojos, de negro intenso, casi se perdían en la cara; estaba
maquillada como los muertos, tenía papada, los pechos apenas le estaban
creciendo y su cuerpo rechoncho era de un irreparable color cobrizo.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con amarillo. “Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa: “Porque yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con amarillo. “Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa: “Porque yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Prostituirse no le
quita el sueño. “En mi pueblo venden a las mujeres desde chiquillas, con eso
pagan la tele que compran o las cervezas que no pagaron”. También dijo que le
gustaría probar las drogas y que un día quiere ser actriz de telenovelas.
No habló más
porque un gordo, al que le faltaban varios dientes y andaba todo andrajoso, la
llamó con la mano en la cartera para que se sentara con él. Se bebieron una
caguama como si ambos desfallecieran de sed. Luego, cuando en la ostra gigante
bailaba una mujer que parecía haber ido con un carnicero a que le hiciese la
cesárea, el tipo se llevó a Mía. Fueron a los cuartos.
—Mañana tendré dos
chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew tendrá unos
60 años y sus tres hijos ya le han dado cuatro nietos. Su segunda esposa, según
contó, es 10 años menor que él y jura quererla igual que el día en que se
conocieron. Puede que sea cierto. Andrew tiene cabello blanco, su piel está lo
bastante bronceada como para parecer un trozo de marlin ahumado, y sus ojos son
de un gris encendido. Su español es mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente vive
en Boston y trabajó en un pub donde los hombres le confiaron
nostalgias y proezas de machos. Yo hice eso para acercarme a él mientras
comíamos un cóctel de camarones en la playa Caleta. Andrew fue el único gringo
que creyó que los niños también eran mi debilidad. Los otros con los que
intenté conversar fueron displicentes y no sirvieron de mucho. Desde hace unos
cinco años, cuando Jean Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a las páginas
de los pedófilos en Internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y, sobre todo, a
la playa Caleta.
—Me dijeron que en
Caleta uno consigue niños, pero no sé cómo —le solté cuando Andrew combinaba
los camarones con una coca cola de dieta.
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que tratar con aquellas mujeres —y señaló a las indígenas que aquella mañana vendían artesanías mal hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró como quien le tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a comer; el chico ya va en el precio.
—Como el desayuno…
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que tratar con aquellas mujeres —y señaló a las indígenas que aquella mañana vendían artesanías mal hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró como quien le tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a comer; el chico ya va en el precio.
—Como el desayuno…
—Sí, como la barra
libre.
Para ser honestos,
no supe si hablar más o propinarle ahí mismo un puñetazo. Nos quedamos callados
porque no se nos ocurrió otra cosa y miramos el mar y sus virutas. Por ahí pasó
un par de viajeros con mochilas al hombro, un tipo que vendía raspados, una
costeña que hacía trencitas, un viejo que alquilaba cámaras de llanta para
usarlas como flotadores, un par de pescadores que mostraban mojarras de 10
kilos, un matrimonio con su hijo en brazos, y unos niños que, como si fuesen
cachorros, se revolcaban en las olas. A ellos, Andrew los escudriñó como hacen
los críticos de arte.
—No les digas a
las mujeres que eres mexicano, mejor háblales en inglés –Andrew rellenó el
silencio.
—No me lo
creerían. Creo que ya me jodí.
—Mañana tendré dos
chicos; acá nos vemos y te paso a uno. Son tan inocentes…
—¿Y hoy no se
puede? —No, anoche fue de locos
–replicó y ordenó
media docena de ostiones con unas gotas de salsa Tabasco.
Cuando me despedí
para no verlo nunca más, fui con algunas indígenas y, aunque hablaron en su
lengua, entendí que me fuera al carajo.
Con la misma
importancia me trató el salvavidas de la playa. Usó una lógica absurda y cínica
para responder por qué no hace nada contra tipos como Andrew: “Yo nomás cuido
que nadie se ahogue”.
PD: En el DIF
municipal, Rosa Muller, una mujer con un corazón enorme, había contado que las
indígenas tienen el hábito de vender a sus hijos a los extranjeros. A mexicanos
no. Quién sabe por qué. Otro dato: Adriana Gándara, funcionaria del Centro de
Atención a Víctimas de Delito de la PGR, ha dicho que al menos la mitad de los
más de dos mil niños que se prostituyen en Acapulco son indígenas.
Agenda Amarilla
del Novedades, El diario de la familia guerrerense. Viernes 21 de
noviembre. Dos anuncios: ¡Chavita de secundaria! Tiernita, Bebita hermosa y
sexy. ¿Qué esperas? Chiquilla bonita. Soy estudiante de secundaria. Delgadita.
Bustona. Llámame.
Llamé de un
teléfono público. En el primer anuncio contestó un tipo que sabía su negocio.
No recuerdo el nombre de la niña que ofrecía, pero la describió con tal labia
que no dejaba resquicio alguno para creer que no existía cintura más delgada ni
trasero más redondo y levantado que el de ella.
—Me hablas de una
mujer de calendario, compa.
¿Estás seguro de
que va en la secundaria?
—Te lo juro por
Dios, carnal. La chamaca está garantizada, por eso te la estoy dejando en mil
500 pesos. Ira: ella va a tu hotel y después de dos horas me la regresas.
—Deja hospedarme y
te llamo otra vez.
—Pásame tu
celular.
Le di un número
viejo que dejé de usar.
En el segundo
anuncio clasificación xxx respondió una mujer con voz de niña. Suponiendo que
sí era una estudiante de secundaria, dijo llamarse Lulú, se jactó de tener
experiencia y reiteró que estaba dispuesta casi a todo. Cobraba 2 mil pesos y
500 más por tener sexo anal. Nada de fotos, nada de video.
—Estoy hospedado
en el Mayan Palace –mentí–. ¿Y si no te dejan entrar?
—Ya he ido ahí. No
te preocupes, me gusta su alberca, está bien grandota.
—Pues deja
pensarlo y te busco.
—Anímate ya, más
tarde voy a estar ocupada.
—¿Y no te da miedo
que sea un asesino o algo así?
No me conoces.
—Tú tampoco.
—¿Y si te dijera
que soy reportero y ando contando historias de niñas como tú?
Colgó.
Tú ponle ahí que
me llamo Manuel. Tengo 16 años, pero me prostituyo desde hace 10, cuando me
salí de la casa porque mi mamá nomás quería a mi padrastro, un
viejo cabrón que sabe que si se mete conmigo mi banda de
Ecatepec le pone en su madre. He andado por el DF, Hidalgo, Puebla,
Veracruz, Cuernavaca y Chilpancingo. Aquí, a Acapulco, ya tiene que llegué como
desde 2004. Y está chido.
[Estamos en el
albergue del DIF municipal llamado Plutarca Maganda de Gómez, una religiosa a
la que nadie recuerda. Aquí llegan los niños prostitutos que la directora del
lugar, Rosa Muller, busca en las calles de Acapulco para darles comida, ropa,
dejarlos que se duchen y, si quieren, vivir hasta que cumplan los 18. Ningún
chico es obligado a quedarse.
Manuel es uno de
esos niños que entra y sale del albergue dependiendo de las ganas que tenga de
drogarse. Para comprar piedra y mariguana, con lo que le fascina dinamitarse el
cerebro, sabe que debe cumplir con el círculo vicioso de escapar, prostituirse,
comprar su cóctel letal y ropa nueva que le ayuda a alardear entre la banda de
que él ha triunfado; luego vuelve al albergue.
Cuando está
afuera, gana unos 6 mil pesos a la semana. A él se le hace una fortuna.
En esto siempre
hay clientes. La mayoría son viejos, pero hay de todo: gabachos, de Canadá,
franceses y mucho mexicano. No es cierto que nomás los turistas de otros países
nos busquen. Hay batos más dañados. Checa: está el payaso del Zócalo,
el Chapatín; ese nomás quiere que uno le dé y nos regala drogas. Está el
del Tsuru gris; es de Cuernavaca, le cae una vez al mes y levanta a dos o tres;
paga bien. Está otro cabrón de la taquería Los Tarascos. Está
un güey del hotel Real Hacienda que nos deja dormir y él tiene mucha
piedra y PVC. Otro güey es uno que anda en una moto rojo; también es padrote.
La que también le entra duro es una doña que luego vende burbujas de jabón en
el centro; a ella le gustan las niñas y es madrota de mayates. Y está Fátima,
una gringa ya señora que vive por el Fiesta Inn.
[Manuel no tendría
por qué mentir, así que es mejor seguir escuchándolo.]
El precio que
manejamos casi todos es de 200 pesos, más 100 por quedarnos a dormir. Los
gabachos y las gabachas dan más: 400. Y lo chido también de ellos es que te
llevan al parque Papagayo, a Recórcholis o se hospedan en hoteles bien
chingones. Yo he ido al Avalón, al Hyatt, al Presidente, al Emporio y al
Princess. Son muy bonitos. Pero no creas que me apantallan los gabachos. Sé
inglés. Bueno, me defiendo. Sé decir cómo me llamo, mi teléfono, de dónde soy y
todas las groserías. Así conquisté a una gringa. Tenía como 50 años. Es la
gabacha más vieja con la que he estado. ¿La más chica? Una de 30, cuando yo
tenía como ocho años.
[Manuel trae el
cabello teñido de las puntas. Es un chico pura fibra con una mirada
zigzagueante. Presume sus jeans Fubu o algo así, como si fuesen unos Versace.
Lleva dos días sin drogarse.]
Eso es lo que no
puedo dejar: las drogas. Los chochos no me gustan porque me amensan. Los hongos
me ponen tonto y la coca me quita el sueño. Por eso prefiero la mariguana y la
piedra. Unos se paniquean con la piedra, creen que los andan siguiendo, se les
entume el cuerpo; a mí no. Ni siquiera me ha dejado loco. Ah, porque la piedra
es cabrona. Muchos de la banda se han quedado idos, bien babosos. Con esos ya
ni puedes platicar. Ni les entiendes lo que dicen. Pero te decía, con la mota y
la piedra la hago. A veces también al PVC, pero poco porque se me mete el
diablo. A ese le hago porque la lata cuesta 50 pesos y a mí, el de la
ferretería, me lo da a 35. Es que hay noches que me quedo con él y me lo da más
barato.
[Mientras habla,
Manuel bosteza y parpadea como si lo hubieran sacado a patadas del sueño. Se
despertó hace cosa de media hora. Por ahí de la una de la tarde.]
¿Qué más te puedo
decir? Pues que aquí me ha tocado ver muchas muertes. A un jotito con
el que me juntaba lo treparon a un carro y lo apuñalaron. No sé si eran sus
clientes, pero yo vi caer al bato. Otro se murió de cáncer y una morrita de
sobredosis. Ángel, el gordo, murió de sida. Yo hasta eso soy negativo.
Aquí en el albergue nos hacen la prueba a cada rato. No le tengo miedo al sida.
Soy un cabrón con suerte.
Allan García, uno
de los editores de La Jornada Guerrero, tiene una memoria implacable para los
datos duros y escalofriantes:
Hay paquetes
exclusivos para pederastas que incluyen hotel y niño. Costos: de 200 a 2 mil
dólares, según el grado de pubertad. El chico sólo recibe 20 dólares.
Desde los cinco
años se prostituyen. A los 18 ya no sirven.
Los que controlan
la prostitución infantil en Acapulco son, sobre todo, tailandeses.
Después del
turismo y la venta de droga, la prostitución infantil es la actividad que deja
más ingresos en Acapulco.
Allan recuerda bien
esas cifras porque hace menos de un mes, durante la semana que el DIF Acapulco
organizó para hablar del tema, los funcionarios locales de la PGR abrieron sus
bases de datos.
En esas reuniones
también se contó la historia del autobús con un azteca grabado en el
parabrisas. Circula por todos lados, menos en su ruta. No levanta pasaje. Suben
niñas que se van con hombres decrépitos cada vez que el camión se detiene. De
hecho, a la hora de lavar el bus, en el río El Camarón, las chicas se pelean
por hacer la limpieza porque el chofer no paga con dinero. Paga con droga y
clientela que gasta a puño suelto.
Eric Miralrío, un
acapulqueño que sirvió de guía al reportero, sugirió que buscáramos a Nayeli en
el Malecón. La conocía porque apenas este año le había tomado algunas
fotografías durante la realización de un documental. Por lo que le escuché
decir, la chavita no pasaba de los 16 años, a los 13 fue mamá y su padrote le
pegaba para imponer respeto. Parecía un gran personaje.
La segunda noche
en que la buscamos, otro niño de la calle llamado Chucho nos dijo con su lengua
drogada que a Nayeli la habían asesinado de 25 puñaladas. Ya no dijo más porque
el PVC lo traía hecho un zombi.
Un día después,
Rosa Muller, la directora del albergue del DIF municipal, contaría la historia
de una Nayeli que resultó ser la misma que Eric conocía.
Y esto es lo que
viene en la libreta de apuntes: Nayeli era una costeña que desde que nació fue
linda. Antes de cumplir los siete años ya era parte del catálogo que un padrote
mostraba a los clientes. A los 13, el proxeneta la hizo madre y le quitó el
bebé porque le dijo que una adicta como ella lo terminaría matando. Nayeli se
la pasó en las calles hasta que un chico de la banda se enamoró de ella y
juntos lograron rentar un cuartucho allá por las fábricas. A principios de mayo
pasado, salió drogada de su casa y se la tragó la tierra. Los reporteros de la
nota roja la encontraron tirada en las calles, con 25 puñaladas. También la
degollaron. Muller se enteró del asesinato por las páginas de El Sol de
Acapulco, el diario que contabiliza a los muertos.
Lo que las
autoridades llegaron a saber es que, por unos cuantos pesos, Nayeli delató un
quemadero (lugar donde se consume droga). Y los traficantes no perdonan esas
cosas. Cuando el DIF quiso recoger el cadáver en el forense para entregárselo a
la familia, ya había desaparecido. Nadie quiso saber más del asunto. Muy pocos
le lloraron.
Esa mañana la
radio dijo que Acapulco estaría fresco, a no más de 33 grados. A Samy, sin
embargo, el sol le caía como un piano en la cabeza: traía una tremenda resaca.
Lo conocí en la playa Condesa porque un pescador con un ojo de vidrio llegó a
ofrecer de todo: ostiones, el paseo en el paracaídas, hasta que aterrizó en el
asunto de la mariguana y los niños.
—Conozco a
los jotitos de Las Piedras, le puedo decir a uno que venga acá
contigo o, si quieres, te lo puedes coger ahí mismo, no hay pedo. Todo el mundo
lo hace ahí.
Samy traía un
pantaloncillo rojo, la playera en el hombro y una sed endemoniada. Le dije que
era reportero desde el arranque. Quién sabe si pudieron más las ganas de
beberse una Yoli, pero se quedó un rato.
Primero dijo que
nada más había ido a Las Piedras porque le urgía dinero. Pero ya en el tren de
confesiones, presumió que su mejor experiencia fue con una pareja de cubanos,
hace un año: mientras él recorrió el cuerpo de la mujer, el hombre lo grabó. Le
dieron 100 dólares y con eso se fue a nadar al parque de diversiones Cici,
comió en una taquería del centro, se compró dos camisetas y lo demás se lo
inhaló. Dejó en claro que no era homosexual: “Yo nomás doy y tengo novia”,
remarcó con la pose del Valiente de la lotería.
—¿Y usas
preservativos? ¿Te cuidas?
—No me quedan.
Se fue hundiendo
sus pies en la arena.
No lo he
mencionado, pero Samy tiene nueve años.
Si Rosa Muller se
lo propusiera, probablemente sería capaz de contar un millar de historias.
Por ella me enteré
cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó un día hasta la casa de Muller con un
pastel de cumpleaños, una pierna gangrenada, una tuberculosis invencible y un
VIH que le arrojaba dardos a las últimas defensas de su organismo. Murió hace
un par de meses.
Otra historia que
le duele a Muller es la de Oliver, de 12 años. Hasta hace unas semanas, además
de prostituirse, se dedicaba a vender drogas. Se le hizo fácil consumir y no
pagar al dueño del negocio. Para que escarmentara, para que entendiera que eso
no se hace, lo amarraron con cinta canela a un árbol. En 15 días, sólo le
dieron agua, sopa de pasta y un centenar de golpes. Así llegó al albergue. A
los médicos les llevó varios días salvarle las manos y a él cinco minutos
volverse a escapar. Muller, que sabe por qué dice las cosas, jura que a estas
alturas Oliver debe estar muerto.
La historia más
atractiva, sin embargo, es la de la propia Muller. Es decir, la de Mamá Rosy,
como todos los chicos la llaman.
Resulta que su
hijo, hoy de 13 años, solía ir a un internet ubicado atrás del hotel Oviedo, en
pleno centro de Acapulco. Iba ahí porque le prestaban el play
station sólo por dejarse tomar fotografías. Además, como el dueño del
lugar le decía que en la casa de Mamá Rosy había fantasmas, al chico no le
interesaba volver a su recámara si su madre no se encontraba.
Un día, a Mamá
Rosy le llamó la atención que, súbitamente, su hijo fuese huraño, sudara por
las noches y hablara de espíritus malignos a los que nadie podía derrotar. La
curiosidad la llevó a indagar y a saber que en el café internet siempre había
muchos extranjeros que a simple vista no resultaban nada confiables. Con el
tiempo, contactó a la policía cibernética de la PFP y en pocas semanas se
descubrió que aquel café internet era el centro de operaciones de una banda de
pederastas.
En abril de 2003,
las autoridades arrestaron a 18 pedófilos, 12 de ellos extranjeros, y
rescataron a 10 niños. Entre los detenidos iba Enrique Meza Montaño, hijo del
entonces regidor por Convergencia, Óscar Meza Celis. Enrique fue el único que
obtuvo su libertad a las pocas horas. No importó que él, de 29 años, fuese el
dueño del internet llamado Ikernet ni que fuese arrestado cuando estaba en
compañía de dos menores.
A los otros, la
PFP los presentó como parte de una banda que operaba en Europa, Estados Unidos,
Canadá y México, además de vincularlos con dos artistas de la pedofilia: Robert
Decker y Timothy Julian, ambos sentenciados en cárceles californianas. La edad
promedio de los detenidos era de 65 años. Un par de ellos tenía VIH y se
“suicidarían” después en las mazmorras acapulqueñas.
Ese hecho marcó a
Mamá Rosy y fundó una ONG para proteger a los niños. De la gasolinera de su
familia sacó los recursos y los chicos la fueron queriendo.
Pronto su nombre
empezó a circular en el puerto y en 2005, cuando llegó Félix Salgado Macedonio
a la alcaldía,éste la nombró directora del albergue Plutarca.
El próximo 31 de
diciembre terminan los tres años de Mamá Rosy. Los chicos están tristes, dicen
que volverán a las calles porque nadie los ha cuidado como ella. Muller, de
ascendencia alemana, tiene pensado rentar una casona vieja para llevarse a los
niños. “Ya veré cómo le hago, pero no quiero dejarlos, son presa fácil”, dice
mientras se acomoda sus anteojos para la miopía. Lo que sí es un hecho es que
su hijo poco a poco ha ido saliendo. Ya no ve fantasmas.
PD: El pasado
miércoles 26 de noviembre, la estadounidense Patricia Katheryn O’Donovan
denunció que el neozelandés Murray Wilfred Burney, también conocido como Mario
Burney, estaba reclutando a menores de edad para reorganizar la red de
pederastas que Meza Montaño y otros dejaron a la deriva.
Yo era de ésas que
andaba vendiendo droga. El buenero (narco) hasta me dio una pistola
para defenderme. Era una 22, bien perrona. Le entré porque a mí no me
gustó eso de acostarme con los gringos. Bueno, lo que pasa es que un día uno me
pegó y ya no quise. De ahí les tiré la onda a las mujeres, pero hubo una, creo
que era de Italia porque hablaba bien chistoso, que se puso bien loca en el
cuarto, como que quería matarme. Era flaquita y yo, ya ves, pues estoy llenita,
así que le puse unos madrazos y me fui. Por eso me metí de dealer.
Bueno, me metieron.
¿Cómo te explico?
Aquí hay mucho buenero que nos agarra para vender porque a nosotros
no nos meten a la cárcel, nomás nos quitan la droga y nos dan unos zapes.
Y le entras porque le entras. Si no quieres, te pegan. Dicen que a uno hasta lo
mataron. Ya luego me harté y mejor me vine al albergue. No sé qué haré ahora
que Mamá Rosy se vaya. Es todo lo que puedo contar. Tengo una vida aburrida.
[Silvia, se llama
Silvia. Para tener su edad, 14 años, es lo bastante fuerte como para destrozar
un piso entero en un arrebato. Le gustaría tener una muñeca.]
Yo soy Norma.
Crecí en Tepito, ahí en la calle de Jesús Carranza. Me fui de ahí porque mi
mamá se murió. Tenía sida. Yo digo que mi papá la contagió; siempre fue muy
mujeriego, pero quién sabe, mi mamá también tuvo sus novios y cuando andaba
drogada no se fijaba.
[Otra vez en el
albergue Plutarco. Otra historia. Otra niña invisible. Otro cigarro para
aguantar.]
De lo otro, de
cómo empecé a prostituirme, no me gusta hablar. Me da ansiedad. Pero ya estoy
aquí, ya qué. Me voy a abrir. Mamá Rosy nos ha dicho que lo hablemos, que eso
que trae uno es como una piedra en el zapato o como un anillo que se nos atoró
en el dedo. A ver, ahí te va.
[A Norma, de 16
años, le han estado sudando las manos desde que sentó. Se la ha pasado
secándolas sobre el short de basquetbolista que viste. Trae el cabello mal
cortado, como si alguien le hubiese mordido la cabeza. Huele a jabón barato.
Hace bombas con el chicle y tiene una sonrisa exacta.]
Tendría que
empezar a contar que a los seis años me violó un primo. Luego, como a los ocho,
me violó un tío, hermano de mi papá. Ya tenía como 11 años cuando mi papá llegó
drogado y quiso hacérmelo. Sólo Dios sabe por qué no pudo. Si me lo hubiera
hecho, seguro yo también tuviera sida. Desde ahí ya no me gustaron los hombres.
Me dan asco. Pero hace como cuatro años cuando llegué a Acapulco, me dijeron
que había señores que se acostaban con la chamacada. Yo, al principio, no
quise. Luego ves que les regalan cosas y que la banda trae dinero. Entonces
dije “chingue a su madre, le entro”. Eso sí: siempre lo he hecho bien drogada.
Como que en mi juicio no se me da, hasta me dan ganas de vomitar. La bronca es
que luego ni te acuerdas de lo que te hicieron. Yo luego he despertado con dolores
en todo el cuerpo y con moretones. Con quienes sí me ha gustado, la verdad, es
con las gringas. A ellas sí se los hago como con amor. Había una que me buscaba
mucho. Ella me regaló un celular y ropa. Me dijo que quería llevarme a Estados
Unidos para que viviera con ella, pero ya nunca volvió.
[Norma se levanta,
dice que va al baño. Se ve rara, ansiosa, sin saber por qué. Todo empezó porque
le pregunté si ese tatuaje mal rayado que dice Faby era en honor a la gringa y
ella dijo que no, que Fabiola es una historia que ahora que vuelva va a contar.
Regresa y cumple con su palabra.]
Fabiola fue mi
novia, pero me hizo como trapeador. Era una cabrona. Decía que me
quería y andaba con hombres. Yo le lloré, le dije que mi hijo, ¡ah!, porque
tengo un hijo de cuatro años que no he visto hace mucho, necesitaba una mamá
como ella. Le valió madre. Nomás me engañó. Hasta los papás de ella
me querían, decían que algo como yo era lo que Fabiola necesitaba. Ahora la
odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá con su bebé. Diana sabe que
ahora que termine de estudiar enfermería voy a cuidar de ella y el bebé. Lo
malo de Diana es que todavía actúa como una niña y luego no sé ni lo que
quiere.
[Intempestivamente,
Norma me pregunta que si ya se puede ir. No puedo obligarla. Al poco rato, la
psicóloga llega como un ventarrón con la mala noticia de que Norma se ha
enterrado las uñas en la cara y que se la ha pasado quemando las cartas que le
escribió a Fabiola. Me siento un imbécil.
Mamá Rosy irá a
tranquilizarla y Norma volverá con el rostro sangrante. “No hay bronca, luego
me pongo locochona”, dice con el tono de quien asume toda la culpa sin tenerla.
“Ahorita me curo yo, ya me enseñaron en la escuela cómo hacerlo”. Lleva medio
curso para auxiliar de enfermera. Se lo paga Mamá Rosy. Me dice que ahora que
se reciba vaya a su graduación.]
Frente al bar
Barbaroja, en la playa Condesa, abordé un taxi en la Costera Miguel Alemán.
—¿Tú sabes dónde
puedo conseguir morritas?
—Ahorita, por la
hora, nomás en el Tavares, el Sombrero o en las casas de cita. Ya son las cinco
de la mañana.
—Pero tengo gustos
raros: quiero niñas, o niños –dije mirándole los ojos por el espejo retrovisor.
El conductor, como si le hubiera dicho que necesitaba comprar un perro, buscó
entre su celular ciertos números de contactos.
—Conozco a
un cabrón que tiene pura chamaquita.
Ya he trabajado
con él, es seguro, no te roban y todo es muy discreto. Deja llamarle.
Habló con tal
desenvoltura que bien podría renegociar el TLC.
—Dice que las
tiene ocupadas. Es que ya es tarde, el bisne hay que hacerlo a media
noche.
Aliviado, me bajé
en un hotel que no era el mío. La cara del taxista, en la duermevela, no me
dejó en paz.
Es viernes por la
tarde y en el Zócalo de Acapulco hay una cacofonía sostenida. Cuando mis padres
me traían yo sólo veía boleros libinidosos, indígenas que se la pasaban
expulgando a sus hijos, jóvenes que llevaban en sus cabezas cubetas en
equilibrios imposibles, perros comiendo basura, al vendedor de globos, una
catedral cuya entrada olía a excremento, basura y tamarindo; un puesto de
periódicos que sólo vendía malas noticias, la nevería, policías que se la
pasaban rascándose la cabeza, un quiosco donde los gringos se tomaban
fotografías con las indígenas, como si las mujeres fuesen unos macacos, y una
acera de restaurantes donde uno terminaba con diarreas interminables.
Hubiese visto ese
mismo zócalo si no fuera porque Mamá Rosy me hizo un croquis de lo que uno
nunca ve.
Entonces vi que,
en efecto, la banca que está frente al Oxxo es para que se sienten las mujeres
que buscan niño. Unos metros adelante, a la derecha de sur a norte, hay otra
banca que rodea un árbol. Esa es para las niñas. Los pederastas lo saben muy
bien. Quien busca acción con manos infantiles tiene que sentarse donde trabajan
los boleros; la mercancía llega sola. En la noche, con sacar el celular y
mantenerlo encendido, basta para que los chamacos se ofrezcan. Ahí está la
gorda que vende burbujas, metida en unas mallas de lycra, al lado de un tipo
cuya cara parece retrato hablado de la PGR. Es la misma a la que tanto las
autoridades del DIF municipal como los chicos ubican como madrota. Vi la
lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no vi a gringos.
Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a cambio de comida. Vi al
viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose mientras escoge a qué
chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo estadounidenses, comen en El
Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como si fuesen catadores expertos.
Ni el mosquerío
sabía de qué color ponerse por la pena.
Alexa, Chucho
y El Quemado hunden sus rostros en los platos donde les han servido
un vomitivo alambre de carne al pastor. Estamos en una taquería por los rumbos
del Malecón.
Y como hablarán
hasta que terminen de comer, sólo queda verlos. Sobre todo a Alexa.
Es muy delgada.
Dicen que no estaba así. Que de un tiempo para acá trae diarreas. Su cabello
tiene un color pariente muy lejano del rubio. Es casi negra. Trae una mochilita
rosa donde guarda la lata de PVC. Ella es la menor de los tres: tiene 17 años y
una década en la calle. El Quemado y Chucho, que ya rebasan los 20,
contarán luego que la niña es huérfana y que qué bueno, porque sus padres le
pegaban.
–¿Entonces qué
quieres saber? –la voz de El Quemado repta por las paredes.
–Todo lo que quieran contar.
–Todo lo que quieran contar.
Alexa y Chucho, ya
con el estómago medio lleno, se rehúsan a hablar. Pero El Quemado, quien
ha perdido todo escrúpulo, resume la vida de ambos:
—A Alexa todo
mundo se la ha cogido. Y el Chucho ha sido mayate.
—Cálmate, güey –reprocha
Chucho, un tipo bajito
que se cree
luchador.
—Es la neta, ¿no?
¿Para qué nos hacemos pendejos?
Hay que decir las
cosas como son.
—Pero ya no lo
hago con hombres –se defiende Chucho.
—¿Pero le
hicistes, qué no?
—Nomás un tiempo,
de los ocho a los 14 años.
Alexa se mantiene
callada. Nada la hará cambiar de opinión: dejará que El
Quemado cuente lo que quiera.
No le importa.
No le importa.
—Aquí todos hemos
sido mayates –dice El Quemado–.
Uno necesita el
dinero. Neta que si nos dieran trabajo dejamos esto, pero como que le valemos
madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda puteada. Ve tú a saber si está enferma.
La plática se
interrumpe porque el mesero nos ha corrido de la taquería. La gente que comía
en la otra mesa exigió que se largaran los tres pordioseros y el cliente con
más dinero manda.
Camino a las
canchas de la CROC, donde los tres duermen, El Quemado irá contando
que ya no tienen tanta ropa desde que un canadiense al que familiarmente llamó
Cris dejó de ir a Acapulco.
—¿Él se las
regalaba? ¿Era religioso o algo así?
—No mames, compa,
ese cabrón era un pinche cogelón de morritos. Venía muy seguido
al Malecón porque tenía un velero. Ese bato nos daba un chingo de ropa y las
drogas que quisiéramos por acostón.
—¿Y qué fue de él?
—Pues mira: el
Cris tenía la maña de pegarles a los morros. Un día, un cuate al que le
decimosEl Querétaro no se dejó y le puso sus madrazos. Lo mandó al
hospital. Ya tiene como un año que el Cris no se para por aquí.
—¿Y qué hay de
Alexa? Se ve muy mal.
—Simón. Es el
sida, esa morra ya tiene sida. Pero uno no le dice para que no se
agüite.
—¿Y qué hay de tu
vida? ¿Por qué te dicen El Quemado?
—Porque cuando
era morrito me quemé en la casa del Padre Chinchachoma. Se me prendió
el suéter por andar de cabrón. Tengo toda la espalda como chicharrón.
—¿Y tus padres?
¿Tienes hermanos? ¿De dónde eres?
—No, no, no. De mí
no vamos a hablar. Además ya te conté mucho y ni un pinche refresco quisistes comprarme.
El Quemado se
fue. Chucho se despidió con una pirueta de luchador. Y Alexa dijo que odiaba a
los reporteros.
Jarocho, con
sus pies descalzos y su hedor agrio, llevó a Allison hasta el auto. La niña
traía un perfume grosero, el cabello lacio, estaba bronceada, apenas le estaban
saliendo los pechos, y usaba sandalias y una pulsera de Hello Kitty.
—Bueno, yo los
dejo –dijo Jarocho con sus 100 pesos en la mano por haber sido el intermediario
y a mí me dio la desesperación.
Allison iba triste
o asustada. No avancé mucho. Me estacioné por la Playa Tamarindos. Estaba por
decirle que sólo platicaríamos, y nada más, cuando una camioneta me echó las
luces. Pensé que era la policía. Me imaginé en la cárcel y en la contraportada
de La Prensa. Pero no, era algo peor: una Lobo blanca doble cabina con vidrios
polarizados.
—Es el que nos
cuida –dijo Allison y volví a experimentar uno de esos momentos cuando el mundo
parece detenerse.
—¿Y por qué nos
sigue?
—Porque quiere ver
en qué hotel voy a entrar.
Empecé a sudar y
me sentí pegajoso. Lo único que se me ocurrió fue acelerar. Tan preocupado iba
que pasé los semáforos en rojo. Entonces ahí sí me detuvo la policía. Bajé del
auto y, entre murmullos, les tuve que decir que era reportero y que la niña era
parte de la historia. Uno de ellos, el de mandíbulas potentes, le echó la luz a
Allison y ella sonrió de tal manera que en ese momento hubiese podido venderle
cocaína a cualquier cártel. “Pues si ya le pagaste, cógetela”, dijo el oficial
y yo quise romperle la cara. “Sale, te vamos a dar el servicio”, dijo el otro
con su diente de oro como Pedro Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca
doble cabina no estaba. Llegamos al estacionamiento del hotel.
Cuando Allison,
que en realidad se llamaba Gregoria, intentó bajarse del auto para entrar al
local, la paré:
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
Allison arrojó un
gesto de incredulidad.
—Primero págame
los 300 pesos y pon una canción de Belanova.
—No tengo ninguna
de ella. ¿No te gusta U2?
—Pon lo que
quieras, pero menos en inglés. Es que me gusta cantar, eso quiero ser de
grande: cantante.
Caifanes se
escuchó en las bocinas y ella echó a perder la canción.
Entonces Allison
tomó la palabra:
—Vengo de por allá
de Zihuatanejo, allá tengo un novio europeo que luego viene a visitarme acá. Me
trata bien. Me compra lo que yo quiera. Él me regaló un celular rosita. Nada
más que el que nos cuida me lo quitó, dijo que eso no es para mujeres de mi
edad. ¿Esto quieres que te cuente o algo más cachondo?
—Así está bien.
—Eres bien raro –y
le dio una bocanada violenta al cigarro–. Bueno: pues a mi papá lo mataron y mi
mamá está en la cárcel. Creo que se robó algo, no sé bien. Y como allá mis tíos
me pegaban, pues mejor me vine para acá. Nomás terminé la primaria. Me gusta el
color rojo y casi a diario el que nos cuida nos regala piedra.
Esa soy yo.
—¿Y vives en una
casa, rentas un cuarto de hotel?
—Ahora me quedo en
la casa del que nos cuida. Somos como siete y dos chamacos que se la pasan
fregando.
—¿Y pueden salir solas?
—¿Y pueden salir solas?
—Depende.
—¿De?
—Depende.
—¿Y a quién
prefieres: gringos, canadienses o mexicanos?
—Depende. Me
gustan los que tienen dinero. Una vez un gringo me llevó a Cancún como un mes.
Allá está muy bonito, no sé si conozcas. Aquí, una pareja me llevó una semana a
su casa, nomás para estar con ellos, dormirme en medio de los dos y nadar sin
ropa. No sé si lo sepas, pero cada cliente es distinto –lo dijo como si hubiese
descubierto la rueda.
—¿Qué es lo mejor
y lo peor que te ha pasado en este negocio?
—Lo mejor es
conocer gente de todos lados y que además de pagarte te regalan ropa o piedra.
¿Lo peor?
Cuando nos pega el
que nos cuida.
–¿Les pega mucho?
–Nomás cuando anda
drogado. En su juicio es muy bueno. ¿Cómo te diré? Es cariñoso.
Jarocho me había
dicho que no me excediera de la hora para no tener problemas y que dejara a
Allison a un lado del bar Barbaroja, que ahí alguien la recogería. El plazo
estaba por cumplirse. Allison se fue cuando Los Caifanes decían algo así como
que “no dejáramos que nos comiera el diablo”. Cuando amaneció me largué de
Acapulco, odiándolo.
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