Noé
Ibáñez Martínez
Por
décadas, el contubernio y la corrupción permitieron que organizaciones
criminales penetraran en las instituciones y se convirtieran en una amenaza
para la sociedad mexicana. Hoy, la vida social, económica y política de muchos
municipios y regiones del país está altamente “narcotizada”, que desencadenan recurrentemente
hechos violentos por la disputa territorial del tráfico de drogas. El ejemplo
más claro es el caso Iguala.
Este
profundo impacto que el crimen organizado tiene en las estructuras del Estado
socava su habilidad para proveer servicios, proteger a las personas, mantener
la confianza de los ciudadanos en el gobierno y la democracia y aplicar la ley.
A su vez, las estructuras de gobierno débiles, la desigualdad y la falta de
oportunidades económicas alimentan las actividades criminales.
Como
es sabido, el crimen organizado genera nuevas formas de violencia, amenaza la soberanía
territorial, debilita las instituciones, afecta el mantenimiento de los valores
públicos a través de la ley, y desacredita al Estado ante la comunidad
internacional.
Ante
esto, podemos identificar a dos grandes canales a través de los cuales el poder
y el dinero del crimen organizado puede penetrar las instituciones del Estado: la
corrupción de los funcionarios públicos elegidos y no elegidos y, en segundo
término, la distorsión de la competencia política.
Así
también, la debilidad de los partidos políticos facilita la corrupción y la distorsión
mientras que erosiona las bases de la rendición de cuentas y la confianza de
los ciudadanos en las instituciones representativas.
Uno
de los elementos que permite esta dinámica es la corrupción, la cual resulta
esencial para la supervivencia de las organizaciones criminales; facilita el
movimiento de personas y bienes, influye sobre las reglas del juego a favor del
crimen, asegura las operaciones financieras necesarias para lavar
procedimientos ilegales, y garantiza la impunidad.
La
corrupción se da a varios niveles: el soborno ocasional y el enraizado en los
funcionarios públicos de bajo rango, especialmente en la policía; corrupción en
el sistema judicial; corrupción sistemática que atraviesa numerosas
instituciones del estado en forma sostenida e implica a altos funcionarios; y
la financiación de partidos políticos y campañas electorales.
Esta
influencia del crimen organizado en la competencia política a los niveles
local, especialmente en áreas donde la presencia del Estado es débil, las
organizaciones criminales pueden conectarse fácilmente con la población y con
los partidos políticos a través de la presión directa o construyendo bases
sociales.
Asimismo,
la financiación ilícita de partidos puede beneficiar directamente a los políticos
que pudieran estar enfrentando enormes costes de campaña o aumentar la
competencia electoral.
Ello
puede comenzar a través de una única contribución a la campaña, pero sus
efectos se extienden a lo largo del tiempo. En muchos casos, ciertas instancias
de estas financiaciones indican la existencia de relaciones directas con el
crimen y/o con complejas redes que sistemáticamente malversan fondos públicos.
Así, por ejemplo, el ataque a los estudiantes de Ayotzinapa en Iguala el pasado
26 de septiembre de 2014, fue solo la consecuencia de una red ilícita entre
criminales y autoridades locales.
Por
ello, el llamado que hicieran los partidos políticos de blindar las próximas
elecciones puede ser la oportunidad de evitar desenlaces como el de Iguala. Sin
embargo, mientras el poder y el dinero sigan comprando voluntades, las
autoridades y la sociedad civil aún tienen largo camino que recorrer.
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