*Antipatía,
ideológico de expresión
El
término “discurso del odio” proviene de la jurisprudencia del Tribunal Europeo
de Derechos Humanos (TEDH), la cual ha normado en su doctrina legal, se ha
recogido después en las concretas leyes penales de algunos Estados y, asimismo,
interpretado, con distinto acierto, por los diferentes tribunales de justicia
nacionales.
En
el ordenamiento jurídico español, el discurso del odio no es una forma
delictiva tipificada en el Código Penal (CP), sino una interpretación de
política criminal que los tribunales, en casos concretos, acogen en sus
resoluciones para justificar o agravar sanciones y penas sobre conductas
ilícitas tipificadas penalmente, relacionadas con la libertad ideológica, la
libertad de expresión y la dignidad humana.
Su
origen legal primario se encuentra en la Recomendación núm. R (97) 20 del
Comité de Ministros del Consejo de Europa, de 30 de octubre de 1997, que “insta
a los Estados a actuar contra todas las formas de expresión que propaguen,
inciten o promuevan el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras
formas de odio basadas en la intolerancia que se manifiestan a través del
nacionalismo agresivo, el etnocentrismo, la discriminación y la hostilidad
contra las minorías y los inmigrantes o personas de origen inmigrante”. Y esta
tiene su origen en una interpretación hecha por el Comité del art. 10 del
Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), que en su apart. 1. declara que toda persona tiene derecho a la
libertad de expresión, y matiza en el apart. 2. que el ejercicio de tal
libertad, la cual entraña deberes y responsabilidades, podrá ser sometida a
ciertas condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que
constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad
nacional, la integridad territorial, la seguridad pública, la defensa del orden
y la protección de la reputación o de los derechos ajenos. Dicha recomendación
comenzó a ser aplicada por el TEDH, fundamentalmente, mediante su sentencia de
8 de julio de 1999 –caso Erdogdu e Ince c. Turquía-, al considerar que la
libertad de expresión no puede ofrecer cobertura al llamado “discurso del
odio”, esto es, a aquel desarrollado en términos que supongan una incitación
directa a la violencia contra los ciudadanos en general o contra determinadas
razas o creencias en particular.
En
lo que hace al ordenamiento jurídico español, la cuestión que se plantea tiene
como punto de referencia interpretativo el contenido de la libertad ideológica
amparada en el art. 16.1 de la Constitución Española (CE) como derecho
fundamental y libertad pública (“Se garantiza la libertad ideológica, religiosa
y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus
manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público
protegido por la ley”); la libertad de expresión, que en su art. 20.1. a)
reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los
pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier
otro medio de reproducción, y el art. 10.1, al proclamar que “la dignidad de la
persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de
la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social”.
Una
vez citado, de forma resumida, el contexto normativo y jurisprudencial básico,
se analizan a continuación las dos últimas sentencias en las que el Tribunal
Constitucional (TC) ha aplicado el discurso del odio, denegando el amparo
solicitado, y que son la STC 177/2015, de 22 de julio, que se refiere al delito
de injurias a la Corona; y la STC 112/2016, de 20 de junio, sobre
enaltecimiento del terrorismo, haciendo hincapié en los hechos probados que
justifican la imposición de penas y sanciones.
La
STC 177/2015,dictada por el Pleno del Tribunal, trae causa de la sentencia del
Juzgado Central de la Audiencia Nacional que declaró probado que, “el día 13 de
septiembre de 2007, con motivo de la visita institucional de S.M. el Rey a la
ciudad de Gerona, J. y E. quemaron, previa colocación boca abajo, una
fotografía de SS. MM. los Reyes de España en el curso de una concentración en
la Plaza de Vino de esa capital. A dicha concentración le había precedido una
manifestación encabezada por una pancarta que decía ‘300 años de Borbones, 300
años combatiendo la ocupación española’. Los citados iban con el rostro tapado
para no ser identificados y, tras colocar la citada fotografía de gran tamaño
de SS. MM. los Reyes en la forma expuesta, en el centro de la plaza se procedió
por E. a rociarla con un líquido inflamable y por J. a prenderle fuego con una
antorcha procediendo a su quema, mientras eran jaleados con diferentes gritos
por las varias decenas de personas que se habían reunido en la citada plaza”.
Dicha
sentencia consideró que los hechos eran constitutivos de un delito de injurias
a la Corona, con la circunstancia agravante de disfraz, del art. 490.3 del CP y
condenó a los recurrentes a la pena de 15 meses de prisión, que fue sustituida
por una multa de 30 meses con una cuota diaria de tres euros, lo que arroja un
total de 2.700 euros. En el criterio de la sentencia, la condena de los
recurrentes se funda en la naturaleza injuriosa de los hechos que
protagonizaron, toda vez que “colocan la fotografía de SS. MM. los Reyes boca
abajo, para ser quemada, tras el desarrollo de una manifestación precedente a
la que habían acudido portando líquido inflamable, disfrazados y, por tanto,
con la intención evidente de menospreciar la figura de Sus Majestades”.
Esta
resolución fue ratificada por el Pleno de la Audiencia Nacional. Le corresponde
al TC dilucidar si –como defienden los condenados, demandantes de amparo– el
hecho de quemar una fotografía de los reyes en las circunstancias descritas es
una conducta penalmente no reprochable por constituir un legítimo ejercicio de
la libertad de expresión que garantiza la CE o si, por el contrario –como
declararon las sentencias judiciales ahora recurridas y, a su vez, ha opinado
también el Ministerio Fiscal en el proceso constitucional–, dicha conducta
tiene un contenido intrínsecamente injurioso y vejatorio que desborda los
límites constitucionales de la libertad de expresión, en su vertiente de
crítica ideológica.
El
TC argumenta su fundamentación jurídica subrayando la singular y reforzada
protección jurídica que el legislador penal otorga a la Corona, al igual que
hace con otras altas instituciones del Estado, para defender el propio Estado
constitucional, y así lo corrobora el hecho de que el delito de injurias a la
Corona no figure en el título XI del CP, relativo a los delitos contra el
honor, sino en el título XXI, dedicado precisamente a los delitos contra la
Constitución.
Por
consiguiente, el art. 490.3 del CP tipifica un delito de naturaleza pública,
protegiendo el mantenimiento del propio orden político que sanciona la
Constitución, en atención a lo que la figura del rey representa. El honor y la
dignidad del monarca también forman parte del bien jurídico protegido por el
precepto, siempre que la ofensa tenga que ver con el ejercicio de sus funciones
o se produzca con ocasión de dicho ejercicio.
Ahora
bien, tal protección penal no implica que el rey, como máximo representante del
Estado y símbolo de su unidad, quede excluido de la crítica, especialmente por
parte de aquellos que rechazan legítimamente las estructuras constitucionales
del Estado, incluido el régimen monárquico. Y ello a pesar de la posición de
neutralidad que el monarca ocupa en el debate político y del hecho de no estar
sujeto a responsabilidad, pues tales circunstancias no pueden suponer un
obstáculo al libre debate sobre su posible responsabilidad institucional o,
incluso, simbólica, dentro de los límites del respeto a su reputación.
Destaca
el TC, recogiendo la doctrina del TEDH, que el art. 10 CEDH no protege solo las
ideas e información objeto de expresión, sino también la forma en que se
plasman, por lo que su jurisprudencia en relación con tal precepto abarca las
modalidades habituales de expresión (discurso oral y escrito) y, además, otros
medios menos obvios de expresión, como la exhibición de símbolos o la
realización de conductas aptas para transmitir opiniones, ideas e información.
Por ello, las personas también pueden manifestar sus ideas y opiniones mediante
un lenguaje simbólico, o bien mediante otras conductas expresivas. El
componente significativo o expresivamente inocuo de determinados símbolos,
actitudes o conductas dependerá, pues, del contexto que integre las
circunstancias del caso.
Desde
la perspectiva del derecho a la libertad de expresión, la formulación de
críticas hacia los representantes de una institución o titulares de un cargo
público, por desabridas, acres o inquietantes que puedan resultar, no son más
que el reflejo de la participación política de los ciudadanos y son inmunes a
restricciones por parte del poder público. Sin embargo, esa inmunidad no
resulta predicable cuando lo expresado, aun de forma simbólica, solamente
trasluce ultraje o vejación. De ahí, precisamente, la importancia de calibrar
el significado de la conducta llevada a cabo por los demandantes, a fin de
determinar si dicho comportamiento expresa un pensamiento crítico contra la Monarquía
y los reyes que merece la protección constitucional que brinda el art. 20.1 a)
CE o, por el contrario, se trata de un acto que incita a la violencia o al odio
hacia la Corona y la persona del monarca, instrumentado mediante una liturgia
truculenta.
Al
efecto –recoge el TC–, los órganos juzgadores de instancia separaron
nítidamente la transcendencia jurídica de la precedente manifestación
antimonárquica, que consideraron amparada por el legítimo ejercicio del derecho
a la libertad de expresión, del subsiguiente episodio sometido a
enjuiciamiento, el cual, además de ser considerado formalmente injurioso, se
reputó innecesario para exteriorizar una posición crítica hacia la Monarquía.
Cuando
una idea u opinión se manifiesta, como en el caso enjuiciado, mediante la
destrucción de elementos con un valor simbólico, la conducta ha de ser
examinada con arreglo a un canon de enjuiciamiento particularmente atento a las
concretas circunstancias del caso. Un acto de destrucción puede sugerir una
acción violenta y, en consecuencia, ser susceptible de albergar mensajes que no
merecen protección constitucional. No es jurídicamente indiferente manifestar
la protesta o el sentimiento crítico utilizando medios o instrumentos inocuos
para la seguridad y dignidad de las personas que hacerlo incitando a la
violencia o al menosprecio de las personas que integran la institución
simbolizada o sirviéndose del lenguaje del odio.
Es
obvio que las manifestaciones más toscas del denominado discurso del odio son
las que se proyectan sobre las condiciones étnicas, religiosas, culturales o
sexuales de las personas, si bien lo cierto es que el discurso fóbico ofrece
también otras vertientes, siendo una de ellas, indudablemente, la que persigue
fomentar el rechazo y la exclusión de la vida política, y aun la eliminación
física, de quienes no compartan el ideario de los intolerantes. La
escenificación de este acto simbólico traslada a quien visiona la grabación
videográfica la idea de que los monarcas merecen ser ajusticiados. Además de ofensivo,
la quema pública del retrato es un acto incitador al odio, en la medida en que
la cremación de su imagen física expresa, de un modo difícilmente superable,
que son merecedores de exclusión y odio. Los hechos avalan categóricamente el
significado netamente incitador al odio.
En
lo concerniente a la libertad ideológica, el reproche penal no se fundamenta en
el posicionamiento ideológico de los recurrentes, sino en el contenido de un
acto episódico de naturaleza simbólica. En el ordenamiento español no existe
ninguna prohibición o limitación para constituir partidos políticos que acojan
idearios de naturaleza republicana o separatista, ni para su expresión pública,
como evidencia la celebración de la manifestación que tuvo lugar inmediatamente
antes de la comisión de los hechos sancionados. En suma, la condena penal se
anuda exclusivamente al tratamiento de incitación al odio y a la exclusión de
un sector de la población mediante el acto de que fueron objeto los retratos
oficiales de los reyes.
La
referida sentencia, pronunciada por el Pleno, a la sazón compuesto por once
magistrados, tuvo el rechazo de cuatro de ellos, quienes expresaron
razonadamente su disentimiento con tres votos particulares, en los que se
interpretó que no hay extralimitación constitucional a las libertadas
reclamadas y la quema de la fotografía se encuadra en el ámbito de las
libertades del art. 20.1 a), por lo que no cabe aplicar, “banalizándola”, la
doctrina del discurso del odio.
La
segunda sentencia dictada por el Constitucional, y última por ahora, que recoge
de forma íntegra la doctrina del discurso del odio reflejada en la precedente
es la STC 112/2016,que trae causa del recurso de amparo presentado por T.
contra las sentencias (Audiencia Nacional y Tribunal Supremo) que le condenaron
por un delito de enaltecimiento del terrorismo a las penas de un año de prisión
y siete años de inhabilitación absoluta (arts. 578 y 579.2 del CP), al
considerar vulnerados sus derechos a las libertades ideológica y de expresión,
y que las mismas se encuadren en el discurso del odio por incitar a la
violencia.
Los
hechos probados, objeto de debate ante el TC, son los siguientes: “El
recurrente participó el día 21 de diciembre de 2008 como principal orador en un
acto celebrado en la localidad de Arrigorriaga (Vizcaya) en recuerdo y loa del
responsable de la organización ETA J.M. alias Argala, quien había sido
asesinado 30 años antes en la localidad francesa de Angelu. El acto fue
publicitado mediante carteles pegados en las calles, en los que se transcribía
un texto atribuido a Argala que decía: ‘La lucha armada no nos gusta a nadie,
la lucha armada es desagradable, es dura. A consecuencia de ella, se va a la
cárcel, al exilio, se es torturado; a consecuencia de ella, se puede morir, se
ve uno obligado a matar, endurece a la persona, le hace daño. Pero la lucha
armada es imprescindible para avanzar’. Para su celebración se colocó una carpa
y, en su interior, una tarima o escenario elevado en el que, en su lado derecho
desde el punto de vista del público asistente, había una gran fotografía del
miembro de ETA sobre un caballete, cuya figura se ensalzaba; en el centro, una
pantalla en la que se proyectaron fotografías de miembros encapuchados de la
banda terrorista y de presos, y, a la izquierda, un atril desde el que el
acusado pronunció un discurso. Todo ello, presidido por un cartel con el lema
‘Independentziasozialismo 1949-1978’, en referencia a la fecha de nacimiento y
muerte del llamado Argala. Durante el homenaje, actuaron bailarines o dantzaris
que ejecutaron una ezpatadantza o danza de espadas, baile de conmemoración y
rendición de honores en el que los bailarines saludan con espadas de forma
similar a la presentación de armas de los actos militares, y también una
ikurrindantza o danza de la bandera, en la que los danzantes adoptaron postura
genuflexa frente al escenario, inclinando la cabeza hacia el suelo, mientras en
el centro un abanderado ondeaba la ikurriña sobre ellos, tras lo cual
depositaron claveles rojos ante la fotografía de Argala”.
Según
prosigue la sentencia, “si el acusado se hubiera limitado a pronunciar un
discurso estrictamente político en defensa de la independencia del País Vasco y
el socialismo, su conducta no sería reprochable, pues España es una democracia
tolerante, no militante; es decir, no se exige la adhesión a los postulados
constitucionales, sino que se puede defender cualquier idea –incluso el cambio
de la estructura del Estado, de la forma política o la secesión de este–
siempre que se haga por medios democráticos, lo que excluye radicalmente la
violencia y no se vulneren o lesionen los derechos fundamentales. Sin embargo,
el acusado no hace eso, sino que, con ambigüedad calculada, pide una reflexión
[para] escoger el camino más idóneo, el camino que más daño le haga al Estado
que conduzca a este pueblo a un nuevo escenario democrático, terminando su
discurso con el grito de ‘¡GoraArgala!’. Por lo tanto, del contexto en el que
se produce su intervención, de su actitud y de sus palabras y gestos se extrae
su voluntad de exaltar la figura de Argala, cuya única actividad conocida es la
de terrorista y al que se presenta como héroe e icono de la ‘lucha del pueblo
vasco’ por el socialismo y la independencia”.
Por
su parte, el TC expone su doctrina sobre el carácter limitable del derecho a la
libertad de expresión y, singularmente, el derivado de manifestaciones que
alienten la violencia, de lo que resulta que, en principio, se pudiera
considerar necesario en las sociedades democráticas sancionar e, incluso,
prevenir todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o
justifiquen el odio basado en la intolerancia. Al tiempo, reitera que la labor
del control constitucional ante conductas que pueden ser eventualmente
consideradas manifestaciones del discurso del odio debe concretarse en
“dilucidar si los hechos acaecidos son expresión de una opción política
legítima, que pudieran estimular el debate tendente a transformar el sistema
político, o si, por el contrario, persiguen desencadenar un reflejo emocional
de hostilidad, incitando y promoviendo el odio y la intolerancia incompatibles
con el sistema de valores de la democracia”, concluyendo que las resoluciones
judiciales impugnadas, al condenar al recurrente como autor de un delito de
enaltecimiento del terrorismo por su participación en ese homenaje, no han
vulnerado su derecho a la libertad de expresión. Esto es así puesto que su
conducta no puede ser considerada como un legítimo ejercicio de ese derecho,
por ser manifestación del conocido como discurso del odio, ya que están
presentes los requisitos necesarios para ello: fue una expresión de odio basada
en la intolerancia, con proyección de fotografías de miembros encapuchados de
la banda terrorista; el recurrente pidió una reflexión para escoger el camino
que más daño le haga al Estado, manifestado a través de un nacionalismo
agresivo, con inequívoca presencia de hostilidad hacia otros individuos.
Igualmente, el acto tuvo repercusión pública, apareciendo la noticia del
homenaje en los medios de difusión, periódicos y noticiarios de televisión,
dato que no podía ignorar el recurrente.
En
resumen, la conducta del demandante no quedaba amparada dentro del contenido
constitucionalmente protegido de la libertad de expresión, al tratarse de una
manifestación del discurso del odio que incitaba públicamente el uso de la
violencia en la consecución de determinados objetivos políticos. Esta sentencia
también fue merecedora de un voto particular en pro de la libertad de expresión
y en contra de la aplicación doctrinal del discurso del odio.
El
TC, en su labor de máximo intérprete de la Constitución, no sujeto en sus
decisiones más que a la propia CE y a su normativa reguladora, revisa las
sentencias impugnadas en amparo examinando si la ponderación hecha en las
instancias judiciales ordinarias entre los hechos probados y la sanción
impuesta es jurídicamente adecuada. En el caso que nos ocupa, incide
sobremanera en la aplicación del discurso del odio –cuya doctrina nació para
excluir de la libertad de expresión a quienes negaban el holocausto nazi– en
dos sentencias concretas y, en especial, en la primera de ellas de injurias a
la Corona. Dado que estos asuntos sobre los límites de la libertad de expresión
tienen una gran incidencia actualmente en la sociedad española, era oportuno
recordar que las sentencias de dicho tribunal son fuente de Derecho y vinculan
a los tribunales del ordenamiento jurídico ordinario. Teodoro
González Ballesteros es catedrático de Derecho de la Información de la
Universidad Complutense de Madrid.
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