Por Alejandro Almazán/Segunda
Parte
Acapulco, Gro Por ella me enteré
cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó un día hasta la casa de Muller con un
pastel de cumpleaños, una pierna gangrenada, una tuberculosis invencible y un
VIH que le arrojaba dardos a las últimas defensas de su organismo. Murió hace
un par de meses.
Otra
historia que le duele a Muller es la de Oliver, de 12 años. Hasta hace unas
semanas, además de prostituirse, se dedicaba a vender drogas. Se le hizo fácil
consumir y no pagar al dueño del negocio. Para que escarmentara, para que
entendiera que eso no se hace, lo amarraron con cinta canela a un árbol. En 15
días, sólo le dieron agua, sopa de pasta y un centenar de golpes. Así llegó al
albergue. A los médicos les llevó varios días salvarle las manos y a él cinco
minutos volverse a escapar. Muller, que sabe por qué dice las cosas, jura que a
estas alturas Oliver debe estar muerto.
La
historia más atractiva, sin embargo, es la de la propia Muller. Es decir, la de
Mamá Rosy, como todos los chicos la llaman.
Resulta
que su hijo, hoy de 13 años, solía ir a un internet ubicado atrás del hotel
Oviedo, en pleno centro de Acapulco. Iba ahí porque le prestaban el play
station sólo por dejarse tomar fotografías. Además, como el dueño del
lugar le decía que en la casa de Mamá Rosy había fantasmas, al chico no le
interesaba volver a su recámara si su madre no se encontraba.
Un
día, a Mamá Rosy le llamó la atención que, súbitamente, su hijo fuese huraño,
sudara por las noches y hablara de espíritus malignos a los que nadie podía
derrotar. La curiosidad la llevó a indagar y a saber que en el café internet
siempre había muchos extranjeros que a simple vista no resultaban nada
confiables. Con el tiempo, contactó a la policía cibernética de la PFP y en
pocas semanas se descubrió que aquel café internet era el centro de operaciones
de una banda de pederastas.
En
abril de 2003, las autoridades arrestaron a 18 pedófilos, 12 de ellos
extranjeros, y rescataron a 10 niños. Entre los detenidos iba Enrique Meza
Montaño, hijo del entonces regidor por Convergencia, Óscar Meza Celis. Enrique
fue el único que obtuvo su libertad a las pocas horas. No importó que él, de 29
años, fuese el dueño del internet llamado Ikernet ni que fuese arrestado cuando
estaba en compañía de dos menores.
A
los otros, la PFP los presentó como parte de una banda que operaba en Europa,
Estados Unidos, Canadá y México, además de vincularlos con dos artistas de la
pedofilia: Robert Decker y Timothy Julian, ambos sentenciados en cárceles
californianas. La edad promedio de los detenidos era de 65 años. Un par de
ellos tenía VIH y se “suicidarían” después en las mazmorras acapulqueñas.
Ese
hecho marcó a Mamá Rosy y fundó una ONG para proteger a los niños. De la
gasolinera de su familia sacó los recursos y los chicos la fueron queriendo.
Pronto
su nombre empezó a circular en el puerto y en 2005, cuando llegó Félix Salgado
Macedonio a la alcaldía,éste la nombró directora del albergue Plutarca.
El
próximo 31 de diciembre terminan los tres años de Mamá Rosy. Los chicos están
tristes, dicen que volverán a las calles porque nadie los ha cuidado como ella.
Muller, de ascendencia alemana, tiene pensado rentar una casona vieja para
llevarse a los niños. “Ya veré cómo le hago, pero no quiero dejarlos, son presa
fácil”, dice mientras se acomoda sus anteojos para la miopía. Lo que sí es un
hecho es que su hijo poco a poco ha ido saliendo. Ya no ve fantasmas.
PD:
El pasado miércoles 26 de noviembre, la estadounidense Patricia Katheryn
O’Donovan denunció que el neozelandés Murray Wilfred Burney, también conocido
como Mario Burney, estaba reclutando a menores de edad para reorganizar la red
de pederastas que Meza Montaño y otros dejaron a la deriva.
Yo
era de ésas que andaba vendiendo droga. El buenero (narco) hasta me
dio una pistola para defenderme. Era una 22, bien perrona. Le entré porque
a mí no me gustó eso de acostarme con los gringos. Bueno, lo que pasa es que un
día uno me pegó y ya no quise. De ahí les tiré la onda a las mujeres, pero hubo
una, creo que era de Italia porque hablaba bien chistoso, que se puso bien loca
en el cuarto, como que quería matarme. Era flaquita y yo, ya ves, pues estoy
llenita, así que le puse unos madrazos y me fui. Por eso me metí
de dealer. Bueno, me metieron.
¿Cómo
te explico? Aquí hay mucho buenero que nos agarra para vender porque
a nosotros no nos meten a la cárcel, nomás nos quitan la droga y nos dan
unos zapes. Y le entras porque le entras. Si no quieres, te pegan. Dicen
que a uno hasta lo mataron. Ya luego me harté y mejor me vine al albergue. No
sé qué haré ahora que Mamá Rosy se vaya. Es todo lo que puedo contar. Tengo una
vida aburrida.
[Silvia,
se llama Silvia. Para tener su edad, 14 años, es lo bastante fuerte como para
destrozar un piso entero en un arrebato. Le gustaría tener una muñeca.]
Yo
soy Norma. Crecí en Tepito, ahí en la calle de Jesús Carranza. Me fui de ahí
porque mi mamá se murió. Tenía sida. Yo digo que mi papá la contagió; siempre
fue muy mujeriego, pero quién sabe, mi mamá también tuvo sus novios y cuando
andaba drogada no se fijaba.
[Otra
vez en el albergue Plutarco. Otra historia. Otra niña invisible. Otro cigarro
para aguantar.]
De
lo otro, de cómo empecé a prostituirme, no me gusta hablar. Me da ansiedad.
Pero ya estoy aquí, ya qué. Me voy a abrir. Mamá Rosy nos ha dicho que lo
hablemos, que eso que trae uno es como una piedra en el zapato o como un anillo
que se nos atoró en el dedo. A ver, ahí te va.
[A
Norma, de 16 años, le han estado sudando las manos desde que sentó. Se la ha
pasado secándolas sobre el short de basquetbolista que viste. Trae el cabello
mal cortado, como si alguien le hubiese mordido la cabeza. Huele a jabón
barato. Hace bombas con el chicle y tiene una sonrisa exacta.]
Tendría
que empezar a contar que a los seis años me violó un primo. Luego, como a los
ocho, me violó un tío, hermano de mi papá. Ya tenía como 11 años cuando mi papá
llegó drogado y quiso hacérmelo. Sólo Dios sabe por qué no pudo. Si me lo
hubiera hecho, seguro yo también tuviera sida. Desde ahí ya no me gustaron los
hombres. Me dan asco. Pero hace como cuatro años cuando llegué a Acapulco, me
dijeron que había señores que se acostaban con la chamacada. Yo, al principio,
no quise. Luego ves que les regalan cosas y que la banda trae dinero. Entonces
dije “chingue a su madre, le entro”. Eso sí: siempre lo he hecho bien drogada.
Como que en mi juicio no se me da, hasta me dan ganas de vomitar. La bronca es
que luego ni te acuerdas de lo que te hicieron. Yo luego he despertado con
dolores en todo el cuerpo y con moretones. Con quienes sí me ha gustado, la
verdad, es con las gringas. A ellas sí se los hago como con amor. Había una que
me buscaba mucho. Ella me regaló un celular y ropa. Me dijo que quería llevarme
a Estados Unidos para que viviera con ella, pero ya nunca volvió.
[Norma
se levanta, dice que va al baño. Se ve rara, ansiosa, sin saber por qué. Todo
empezó porque le pregunté si ese tatuaje mal rayado que dice Faby era en honor
a la gringa y ella dijo que no, que Fabiola es una historia que ahora que
vuelva va a contar. Regresa y cumple con su palabra.]
Fabiola
fue mi novia, pero me hizo como trapeador. Era una cabrona. Decía que
me quería y andaba con hombres. Yo le lloré, le dije que mi hijo, ¡ah!, porque
tengo un hijo de cuatro años que no he visto hace mucho, necesitaba una mamá
como ella. Le valió madre. Nomás me engañó. Hasta los papás de ella
me querían, decían que algo como yo era lo que Fabiola necesitaba. Ahora la
odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá con su bebé. Diana sabe que
ahora que termine de estudiar enfermería voy a cuidar de ella y el bebé. Lo
malo de Diana es que todavía actúa como una niña y luego no sé ni lo que
quiere.
[Intempestivamente,
Norma me pregunta que si ya se puede ir. No puedo obligarla. Al poco rato, la
psicóloga llega como un ventarrón con la mala noticia de que Norma se ha
enterrado las uñas en la cara y que se la ha pasado quemando las cartas que le
escribió a Fabiola. Me siento un imbécil.
Mamá
Rosy irá a tranquilizarla y Norma volverá con el rostro sangrante. “No hay
bronca, luego me pongo locochona”, dice con el tono de quien asume toda la
culpa sin tenerla. “Ahorita me curo yo, ya me enseñaron en la escuela cómo
hacerlo”. Lleva medio curso para auxiliar de enfermera. Se lo paga Mamá Rosy.
Me dice que ahora que se reciba vaya a su graduación.]
Frente
al bar Barbaroja, en la playa Condesa, abordé un taxi en la Costera Miguel
Alemán.
—¿Tú
sabes dónde puedo conseguir morritas?
—Ahorita,
por la hora, nomás en el Tavares, el Sombrero o en las casas de cita. Ya son
las cinco de la mañana.
—Pero
tengo gustos raros: quiero niñas, o niños –dije mirándole los ojos por el
espejo retrovisor. El conductor, como si le hubiera dicho que necesitaba
comprar un perro, buscó entre su celular ciertos números de contactos.
—Conozco
a un cabrón que tiene pura chamaquita.
Ya
he trabajado con él, es seguro, no te roban y todo es muy discreto. Deja
llamarle.
Habló
con tal desenvoltura que bien podría renegociar el TLC.
—Dice
que las tiene ocupadas. Es que ya es tarde, el bisne hay que hacerlo
a media noche.
Aliviado,
me bajé en un hotel que no era el mío. La cara del taxista, en la duermevela,
no me dejó en paz.
Es
viernes por la tarde y en el Zócalo de Acapulco hay una cacofonía sostenida.
Cuando mis padres me traían yo sólo veía boleros libinidosos, indígenas que se
la pasaban expulgando a sus hijos, jóvenes que llevaban en sus cabezas cubetas
en equilibrios imposibles, perros comiendo basura, al vendedor de globos, una
catedral cuya entrada olía a excremento, basura y tamarindo; un puesto de
periódicos que sólo vendía malas noticias, la nevería, policías que se la
pasaban rascándose la cabeza, un quiosco donde los gringos se tomaban
fotografías con las indígenas, como si las mujeres fuesen unos macacos, y una
acera de restaurantes donde uno terminaba con diarreas interminables.
Hubiese
visto ese mismo zócalo si no fuera porque Mamá Rosy me hizo un croquis de lo
que uno nunca ve.
Entonces
vi que, en efecto, la banca que está frente al Oxxo es para que se sienten las
mujeres que buscan niño. Unos metros adelante, a la derecha de sur a norte, hay
otra banca que rodea un árbol. Esa es para las niñas. Los pederastas lo saben
muy bien. Quien busca acción con manos infantiles tiene que sentarse donde
trabajan los boleros; la mercancía llega sola. En la noche, con sacar el
celular y mantenerlo encendido, basta para que los chamacos se ofrezcan. Ahí
está la gorda que vende burbujas, metida en unas mallas de lycra, al lado de un
tipo cuya cara parece retrato hablado de la PGR. Es la misma a la que tanto las
autoridades del DIF municipal como los chicos ubican como madrota. Vi la
lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no vi a gringos.
Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a cambio de comida. Vi al
viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose mientras escoge a qué
chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo estadounidenses, comen en El
Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como si fuesen catadores expertos.
Ni
el mosquerío sabía de qué color ponerse por la pena.
Alexa,
Chucho y El Quemado hunden sus rostros en los platos donde les han
servido un vomitivo alambre de carne al pastor. Estamos en una taquería por los
rumbos del Malecón.
Y
como hablarán hasta que terminen de comer, sólo queda verlos. Sobre todo a
Alexa.
Es
muy delgada. Dicen que no estaba así. Que de un tiempo para acá trae diarreas.
Su cabello tiene un color pariente muy lejano del rubio. Es casi negra. Trae
una mochilita rosa donde guarda la lata de PVC. Ella es la menor de los tres:
tiene 17 años y una década en la calle. El Quemado y Chucho, que ya
rebasan los 20, contarán luego que la niña es huérfana y que qué bueno, porque
sus padres le pegaban.
–¿Entonces
qué quieres saber? –la voz de El Quemado repta por las paredes.
–Todo lo que quieran contar.
–Todo lo que quieran contar.
Alexa
y Chucho, ya con el estómago medio lleno, se rehúsan a hablar. Pero El
Quemado, quien ha perdido todo escrúpulo, resume la vida de ambos:
—A
Alexa todo mundo se la ha cogido. Y el Chucho ha sido mayate.
—Cálmate, güey –reprocha
Chucho, un tipo bajito
que
se cree luchador.
—Es
la neta, ¿no? ¿Para qué nos hacemos pendejos?
Hay
que decir las cosas como son.
—Pero
ya no lo hago con hombres –se defiende Chucho.
—¿Pero
le hicistes, qué no?
—Nomás
un tiempo, de los ocho a los 14 años.
Alexa
se mantiene callada. Nada la hará cambiar de opinión: dejará que El
Quemado cuente lo que quiera.
No le importa.
No le importa.
—Aquí
todos hemos sido mayates –dice El Quemado–.
Uno
necesita el dinero. Neta que si nos dieran trabajo dejamos esto, pero como que
le valemos madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda puteada. Ve tú a saber si
está enferma.
La
plática se interrumpe porque el mesero nos ha corrido de la taquería. La gente
que comía en la otra mesa exigió que se largaran los tres pordioseros y el
cliente con más dinero manda.
Camino
a las canchas de la CROC, donde los tres duermen, El Quemado irá
contando que ya no tienen tanta ropa desde que un canadiense al que
familiarmente llamó Cris dejó de ir a Acapulco.
—¿Él
se las regalaba? ¿Era religioso o algo así?
—No
mames, compa, ese cabrón era un pinche cogelón de morritos.
Venía muy seguido al Malecón porque tenía un velero. Ese bato nos daba un
chingo de ropa y las drogas que quisiéramos por acostón.
—¿Y
qué fue de él?
—Pues
mira: el Cris tenía la maña de pegarles a los morros. Un día, un cuate al
que le decimosEl Querétaro no se dejó y le puso sus madrazos. Lo mandó al
hospital. Ya tiene como un año que el Cris no se para por aquí.
—¿Y
qué hay de Alexa? Se ve muy mal.
—Simón.
Es el sida, esa morra ya tiene sida. Pero uno no le dice para que no
se agüite.
—¿Y
qué hay de tu vida? ¿Por qué te dicen El Quemado?
—Porque
cuando era morrito me quemé en la casa del Padre Chinchachoma. Se me
prendió el suéter por andar de cabrón. Tengo toda la espalda como
chicharrón.
—¿Y
tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿De dónde eres?
—No,
no, no. De mí no vamos a hablar. Además ya te conté mucho y ni un pinche
refresco quisistes comprarme.
El
Quemado se fue. Chucho se despidió con una pirueta de luchador. Y Alexa
dijo que odiaba a los reporteros.
Jarocho, con
sus pies descalzos y su hedor agrio, llevó a Allison hasta el auto. La niña
traía un perfume grosero, el cabello lacio, estaba bronceada, apenas le estaban
saliendo los pechos, y usaba sandalias y una pulsera de Hello Kitty.
—Bueno,
yo los dejo –dijo Jarocho con sus 100 pesos en la mano por haber sido el
intermediario y a mí me dio la desesperación.
Allison
iba triste o asustada. No avancé mucho. Me estacioné por la Playa Tamarindos.
Estaba por decirle que sólo platicaríamos, y nada más, cuando una camioneta me
echó las luces. Pensé que era la policía. Me imaginé en la cárcel y en la
contraportada de La Prensa. Pero no, era algo peor: una Lobo blanca doble
cabina con vidrios polarizados.
—Es
el que nos cuida –dijo Allison y volví a experimentar uno de esos momentos
cuando el mundo parece detenerse.
—¿Y
por qué nos sigue?
—Porque
quiere ver en qué hotel voy a entrar.
Empecé
a sudar y me sentí pegajoso. Lo único que se me ocurrió fue acelerar. Tan
preocupado iba que pasé los semáforos en rojo. Entonces ahí sí me detuvo la
policía. Bajé del auto y, entre murmullos, les tuve que decir que era reportero
y que la niña era parte de la historia. Uno de ellos, el de mandíbulas
potentes, le echó la luz a Allison y ella sonrió de tal manera que en ese
momento hubiese podido venderle cocaína a cualquier cártel. “Pues si ya le
pagaste, cógetela”, dijo el oficial y yo quise romperle la cara. “Sale, te
vamos a dar el servicio”, dijo el otro con su diente de oro como Pedro
Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca doble cabina no estaba. Llegamos al
estacionamiento del hotel.
Cuando
Allison, que en realidad se llamaba Gregoria, intentó bajarse del auto para
entrar al local, la paré:
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
Allison
arrojó un gesto de incredulidad.
—Primero
págame los 300 pesos y pon una canción de Belanova.
—No
tengo ninguna de ella. ¿No te gusta U2?
—Pon
lo que quieras, pero menos en inglés. Es que me gusta cantar, eso quiero ser de
grande: cantante.
Caifanes
se escuchó en las bocinas y ella echó a perder la canción.
Entonces
Allison tomó la palabra:
—Vengo
de por allá de Zihuatanejo, allá tengo un novio europeo que luego viene a
visitarme acá. Me trata bien. Me compra lo que yo quiera. Él me regaló un
celular rosita. Nada más que el que nos cuida me lo quitó, dijo que eso no es
para mujeres de mi edad. ¿Esto quieres que te cuente o algo más cachondo?
—Así
está bien.
—Eres
bien raro –y le dio una bocanada violenta al cigarro–. Bueno: pues a mi papá lo
mataron y mi mamá está en la cárcel. Creo que se robó algo, no sé bien. Y como
allá mis tíos me pegaban, pues mejor me vine para acá. Nomás terminé la
primaria. Me gusta el color rojo y casi a diario el que nos cuida nos regala
piedra.
Esa
soy yo.
—¿Y
vives en una casa, rentas un cuarto de hotel?
—Ahora
me quedo en la casa del que nos cuida. Somos como siete y dos chamacos que se
la pasan fregando.
—¿Y pueden salir solas?
—¿Y pueden salir solas?
—Depende.
—¿De?
—Depende.
—¿Y
a quién prefieres: gringos, canadienses o mexicanos?
—Depende.
Me gustan los que tienen dinero. Una vez un gringo me llevó a Cancún como un
mes. Allá está muy bonito, no sé si conozcas. Aquí, una pareja me llevó una
semana a su casa, nomás para estar con ellos, dormirme en medio de los dos y
nadar sin ropa. No sé si lo sepas, pero cada cliente es distinto –lo dijo como
si hubiese descubierto la rueda.
—¿Qué
es lo mejor y lo peor que te ha pasado en este negocio?
—Lo
mejor es conocer gente de todos lados y que además de pagarte te regalan ropa o
piedra. ¿Lo peor?
Cuando
nos pega el que nos cuida.
–¿Les
pega mucho?
–Nomás
cuando anda drogado. En su juicio es muy bueno. ¿Cómo te diré? Es cariñoso.
Jarocho
me había dicho que no me excediera de la hora para no tener problemas y que
dejara a Allison a un lado del bar Barbaroja, que ahí alguien la recogería. El
plazo estaba por cumplirse. Allison se fue cuando Los Caifanes decían algo así
como que “no dejáramos que nos comiera el diablo”. Cuando amaneció me largué de
Acapulco, odiándolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario